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Max y El Bosco, encuentro de sueños

El Museo del Prado ha encargado al veterano historietista una recreación de los universos de Hieronimus Bosch. El resultado es "El tríptico de los encantados (una pantomima bosquiana)"

El dibujante Max

La figura de Max (Barcelona, 1956) se me antoja única en el panorama de la cultura española. Diseñador, ilustrador y por encima de todo historietista, su carrera comenzó en 1973, como integrante del colectivo underground "El Rollo". En 1979 forma parte del equipo fundador de la mítica revista "El Víbora". La Cúpula es la editorial del título, y bajo su abrigo ha publicado fielmente casi toda su obra hasta el presente. Obra que ha generado iconos de la transición tan importantes como Gustavo, prácticamente fundación de aquello que se dio en llamar "línea chunga" (con "Makoki", de Mediavilla y Gallardo) o ya en plena década de los ochenta su famoso Peter Pank, revisión punk y salvaje del mítico personaje de James Matthew Barrie, que reformula en clave gamberra. En las aventuras gansas de Pank, Max comienza a filtrar una importante influencia de Ives Chaland, uno de los padres de la línea clara pos-tintiniana, y graba a hierro en su carrera una de las características de la singladura del autor barcelonés afincado en Mallorca: la inquietud estética, la búsqueda constante.

En pleno éxito mediático planta sus iconos (cierra la saga de Gustavo y la de Peter, sencillamente por cansancio creativo) y se vuelca en esa estética más refinada con historias para el mercado galo ("Mujeres fatales", con Mique Beltrán) o para "El Víbora". Crea historietas infantiles para "El Pequeño País", revista del diario madrileño ("La Biblioteca de Turpín") y en los noventa abandera el cómic más vanguardista coeditando (con el dibujante Pere Joan) "Nosotros somos los muertos", una magnífica revista que contó con colaboraciones nacionales (Federico Del Barrio, María Colino, Manel Fontdevila, Gallardo, Micharmut, Sequeiros, Sento, Javier Olivares, Alex Fito, o Albert Monteys), e internacionales (David B., Julie Doucet, Lorenzo Mattotti, Chris Ware, David Mazzucchelli o Lewis Trondheim).

Y el siglo XXI lejos de contemplarle como un clásico resistente (o persistente) nos brinda lo mejor de su carrera: renueva su lenguaje en "Bardín, el superrealista", añadiendo un poso brugueriano a todo su acervo, en una mixtura siempre personal e inimitable. Por esta obra además obtiene el primer Premio Nacional del Cómic concedido por el Ministerio de Educación y Cultura en 2007. Y en 2012 entrega una obra maestra, "Vapor", donde vuelve a evolucionar su estilo, ahora más ascético y depurado que nunca.

Siempre a volandas del humor ligero para expresar ideas trascendentes, Max es una figura capital. Ha realizado portadas para la revista "The New Yorker" (USA), diseños para un reloj Swatch (1997), colabora con músicos como Radio Futura, Pascal Comelade o Los Planetas, su trabajo como ilustrador de libros infantiles le ha valido el Premio Nacional de Ilustración del libro infantil y juvenil en 1997, ha expuesto cómic en ARCO. Y ahora entrega una obra dedicada a El Bosco, que edita el Museo del Prado como parte del rico programa que acompaña a la exposición en torno a "El Bosco. La exposición del V centenario".

Hay que destacar el hecho en sí, en primer lugar, pues no es anecdótico. Una entidad cultural del orden del Museo Nacional del Prado, y siguiendo la estela del Louvre y su colección de cómics sobre sus fondos (con aportaciones del calibre de Enki Bilal o Jirô Taniguchi) se decide a reivindicar su patrimonio a través de la novela gráfica. Es una apuesta impensable antes de "los tiempos de la novela gráfica", pero hoy el cómic ya no se asocia a productos de consumo rápido y centrado en un lector muy determinado. Se ha consolidado como parte de la oferta cultural global y así el Museo ha optado por asociar a un gran nombre de la pintura, un gran nombre de las viñetas.

Estética sobria

Y Max acepta el reto y entrega un trabajo plenamente personal, donde los universos morales pero arcanos del pintor encuentran acomodo en la estética esencial, sobria, del autor de "Diálogo y alucinación del gigante Blanco". Y el discurso de El Bosco se acomoda perfectamente a los universos fantásticos de Max, cercanos a lo mítico y lo oculto, al rasgado del velo que es nuestra realidad como forma más eficaz de entender esa misma realidad.

"El tríptico de los encantados (una pantomima bosquiana)" comulga con las señas más reconocidas de su autor: su narrativa domina una ligereza aparente desde la que se plantea cuestiones hondas, se alimenta de un humor entre sutil y provocador, aporta imágenes de belleza métrica y rítmica, equilibra el bitono en páginas de gran belleza, construye ausencias, plasma espacios de vacío para experimentar la lectura reposada, y por descontado entrega escenas, estampas y secuencias impregnadas de una belleza poderosa, la de una estética ya reconocible, "Maxiana", pero que no pierde fuerza, toque ni magia.

Quizá se pueda decir que a estas alturas de la carrera del autor de "Oh, diabólica ficción" estas características se presuponen a su trabajo. Que Max hoy por hoy ofrece una incuestionable altura, una experiencia lectora siempre sublime. Pero además tenemos, por supuesto, el excitante juego de espejos entre dos creadores antitéticos pero con indudable encaje. Un Bosco recargado, exuberante, delirante y hermético, reflejado en los haikus gráficos que son los dibujos de Max, donde llegar a la esencia más depurada lo es todo. Y nos cabe también regodearnos en cómo reescribe el dibujante historias que los cuadros del pintor sugieren. Max se centra en tres, sitos evidentemente en el Museo del Prado: "Extracción de la piedra de la locura", "Las tentaciones de san Antonio Abad" y "El jardín de las delicias". Hay otras obras que soportan la ficción de Max, en forma de pequeños detalles esparcidos por el libro (de excelente factura, por cierto), pero dejaremos que el lector las descubra por sí mismo.

Garantizo que tras la lectura a uno le quedan "ganas de Bosco".

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