Las princesas buenas no salen de fiesta, y si lo hacen, porque la ocasión es tan especial que hasta sus papás lo entienden -al fin y al cabo se celebra el final de la II Guerra Mundial-, las normas dictan que actuén con recato y se aseguren de que las situaciones de flirteo no vayan más allá de una dulce, televisiva e indulgente sonrisa. Los enredos serán los justos para incitar esa misma sonrisa en el espectador.
Porque si todo lo formal es impecable, las candorosas aventuras de las chicas no apasionan. Ni el esmero técnico ni las contadas dosis de confraternización con el pueblo y de coqueteo con el riesgo -lo que en los 50 se llamaba enredo- son suficientes para hablar de una comedia realmente brillante, aunque sí es resultona y simpática y tampoco pretende más.
