Tarantino se homenajea a sí mismo y al cine que le gusta en cada producción, aunque si cabe apuesta cada vez más por lo primero. Tras una obertura en paisajes abiertos que evoca a "El resplandor", aísla a sus personajes en un espacio cerrado (el hotel de Kubrick aquí es una cabaña) y tira la llave.
Dispuesto a no dejar títere con cabeza, se envalentona y tras poner unas cuantas velas a Agatha Christie e invocar a sus actores fetiche (magnífico Samuel L. Jackson, enorme Kurt Russell) realiza, una vez más, su truco de prestidigitador ayudado por el fulgurante score de Morricone: convertir casi una obra de teatro en una película de acción vigorosa e intrigante en la que no faltan dos de sus rasgos habituales: incisivos diálogos y violencia a mansalva. Habría que aprobar ya el uso de "tarantínico" como adjetivo.