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Pedro Solveira, arquitecturas en el vacío, dimensión inalcanzable del tiempo

Pedro Solveira se situó siempre más allá de los soportes y conceptos tradicionales de la pintura para aspirar a una totalidad que asocia, en el campo amplio del arte, la arquitectura, lo espacial, el diseño, la música y la poesía. 70 años de trabajo que generan una marca estética, es decir, una identidad. Identidad que aparece ya en la precocidad de la adolescencia en su Teis natal delatando a un gran dibujante, que quiere ser artista allá por los años cuarenta. En ese aprendizaje y estudio concienzudo del dibujo, de la pintura, de la litografía o de la estampación metalúrgica están sus comienzos, transcritos en el primitivismo pictórico heredero del expresionismo gallego de postguerra. Sus obras de los años cuarenta y cincuenta, en esmalte sobre hierro cincelado, conforman una estética del granito diferente y nos acercan al etnografismo pictórico de la Galicia rural o marinera que conecta con la sensibilidad de los Díaz Pardo, Manuel Pesqueira o Manuel Torres. En la recurrencia al desnudo femenino y en el elogio a la mujer trabajadora -he ahí sus mariscadoras o sus descargadoras de pescado en playas y en el Berbés- encontramos lo más identitario de sus iconografías de su fructífera veintena.

Sin embargo, y lo he escrito más de una vez, la novedad lingüística de su conciencia estética no se producirá hasta mediados de los años sesenta. Su estancia parisina en los años cincuenta le permitió conectar con los lenguajes experimentales y con los constructivismos, con la grandeza de la arquitectura. Allí, en un contexto, donde el op art estaba imponiendo un tipo de abstracción arquitectónica y espacial, comenzó su fascinación por la razón áurea del modulor o modulator de Le Corbusier -al que tuvo oportunidad de conocer- y por la matemática secuencial, la música y la poesía, que marcarían ya para siempre su ideal renovador y una manera de entender el arte, a la que incorporaba sus conocimientos en el lenguaje material de la oxidación del hierro cincelado. Conocimientos que Solveira formula desde el estudio de las experiencias constructivas de los modelos vanguardistas rusos, alemanes u holandeses de Vjutemas, Bauhaus o Der Stjil, respectivamente, que propugnaban la fusión de todas las artes y elevan gráfica, escultura, arquitectura, cerámica, metalurgia, diseño o pintura a un nivel homogéneo e interrelacional, donde las nuevas tecnologías y lo artesanal tratan de alcanzar un nuevo ideario social y funcional, de Rodchenko o Tatlin y El Lissitzky a Mondrian, Moholy-Nagy, Itten, Meyer o Schlemmer, entre otros. Referentes sólidos que llevarán al artista de Teis a reinventar un nuevo modo de concebir el hecho artístico y de elaborar esa pintura tan diferente, que arrancaba una lectura renovadora a aquel vanguardismo que, en su momento, fue altamente revolucionario.

De esta manera, Solveira, aún en su teórico rincón de este Noroeste -cierto que con salidas a algunas ciudades del circuito- se ubicó en el corazón renovador de los años sesenta, experimentales en la atmósfera de las artes visuales, que se movieron entre la figuración, el minimalismo, y las diversas maneras de entender el arte conceptual. Esta postura le permitió asumir la pintura desde posiciones tradicionalmente antipictóricas tanto como romper con la inercia de los lenguajes heredados, optando por posicionarse en poéticas abstractas, próximas al constructivismo e intuyendo lo pictórico como un espacio de la experiencia en el que debían tener cabida la totalidad de las artes y lo multidisciplinar. Y es así, exaltando lo geométrico y aquello que Calvino entendía como la exactitud, comienzó a trabajar por series, sometiendo a la oxidación del hierro y a su propia arqueología simbólica los valores plásticos que han definido, desde siempre, la grandeza del arte.

El cuadro devino entonces el territorio de la experiencia espacial por donde discurrían los planos y el movimiento, los ritmos y el equilibrio de proyecciones que intuían la arquitectura de aquél como un territorio sin límites, perforando chapas, optando por el volumen real y obviando la virtualidad o proponiendo lo que el llama escultopintura.

A lo largo de los años sesenta y setenta, percibimos, en su trabajo, un acercamiento similar al que Chillida tuvo a las poéticas heidegerianas, en cuanto al tratamiento del espacio y de las formas. ¿Dónde? En ese talante lírico que sensibiliza la volatilidad del vacío y aspira al infinito como utopía. El escultor vasco lo planteó en el espacio real y Solveira lo hizo en la virtualidad del espacio bidimensional. En ambos, la poesía y la musicalidad de las formas se someten a ritmos geométricos y a movimientos imprevisibles que hacen posible la mutación constante de la relación espacio-tiempo. Sus Yunques en el espacio, nacidos bajo la estela del hierro, son de la misma sustancia nutricia.

Frente al estatismo, lo constructivo en Solveira deviene vuelo y metonimia formal de un constante punto de fuga, una presunción que se acentúa cuando incorpora la imagen referencial del aleteo de las aves y la vibración de cuerdas musicales, el sonido de un bajo o la prefiguración para un scherzo. Sus series desgranan identidades en la poesía canónica de lo que para Italo Calvino eran formas de exactitud, sometidas a la matemática de un vértigo controlado, algo que se acentúa después de los años ochenta, cuando el hierro y la oxidación dejan paso a otros materiales como el metacrilato y, más tarde, a la madera, al cartón, a los plásticos, a los espejos, al pvc.... Arquitecturas en el vacío, formas poliédricas definidas y entrelazadas en un estado de flotación se sitúan frente al espacio gestual del firmamento oxidado y discurren por aquello que entrevemos como dimensión inalcanzable del tiempo. Dimensión en la que adquiere un protagonismo esencial la música en los juegos visuales que acentúan las notas y el pentagrama, la elipsis de los colores primarios y la ortogonalidad o sus giros -preludios y vibraciones?-, aquello que el artista ha llamado vuelos imposibles.

El cuadro para Solveira deviene lugar de encuentro donde se dan cita no sólo la arquitectura y la música, sino también la matemática, la filosofía y la poesía. En las fugas de vacío y de silencio de Malevich encontramos, en medio del camino, a Solveira tanto como en sus blancos y en su luz, que finalmente pudo reinventar en la carátula del espacio simbólico de su propia imposibilidad, como armonía o como desarmonía.

Enfrentarse al trabajo artístico de Solveira es hacerlo al mundo genial de un visionario que, aunque escondido en un reducto de este Atlántico finistérrico, pudo, en su humildad, imaginar, tal como lo hicieron aquellos pioneros del racionalismo constructivo, que en lo artístico, podríamos encontrar las utopías para dar soluciones a la vida.

*Amigo personal de Pedro Solveira y un gran admirador de su obra, sobre la que escribió diferentes textos. Tenía previsto una comida con el artista los primeros días de septiembre, en A Guarda, acordada, a principio del verano, con él y con su hijo Ricardo, para hablar de sus proyectos de futuro.

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