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Anatomía de la locura que destruyó Yugoslavia

Velibor Colic ilustra la espiral de enfrentamientos que culminó hace 25 años en la guerra de Bosnia

En algún momento de la primavera de 1997, un bosnio croata de 1,95, rubio y de ojos azules, se dio de bruces con la impertinente chulería de un aduanero húngaro. Cinco años atrás se habría sentido una mosca insignificante y habría deseado poder aplastarse a sí mismo con una de sus poderosas manos. Sin embargo, un lustro de exilio apátrida había templado su espíritu: "No tengo prisa alguna; es cierto que el aduanero tiene el poder, pero yo tengo todo el tiempo del mundo. El tiempo es el peor enemigo de los polis".

El bosnio, Velibor Colic, tiene en esos momentos 33 años. Cuando tenía 27 vio cómo su país saltaba por los aires, presa de la fiebre nacionalista que en Yugoslavia sucedió a la extinción del comunismo de Tito. Creía Colic, y con él otros muchos, que el nacionalismo les depositaría a las puertas del reino de la libertad. Pero los arrojó a las simas de la guerra y la limpieza étnica. Tras el aperitivo esloveno -diez días de guerra en junio-julio de 1991; menos de un centenar de muertos-, estalló el duro conflicto croata, ese mismo julio, y nueve meses después, la guerra de Bosnia, apoteosis de la carnicería. Dentro de tres semanas se cumplirán 25 años.

Colic, que hasta entonces era un poeta con un programa de jazz y rock en la radio, fue movilizado por el ejército yugoslavo, pasó después al naciente ejército secesionista bosnio, desertó y fue hecho prisionero por los croatas, que lo acusaron de traición. Se escapó del campo, atravesó Croacia, Eslovenia, Austria, Alemania y, finalmente, llegó a Francia. En unos pocos meses había consumado el trayecto de escritor a refugiado, acumulando las condiciones de soldado, desertor y traidor.

Es precisamente su llegada a Rennes, la capital bretona, a finales del verano de 1992, la que señala el comienzo de Manual de exilio. Un texto autobiográfico en el que el autor de la celebrada Los bosnios (Periférica, 2013) confirma sus grandes dotes narrativas al abordar con una sólida aleación de crudeza, reflexión y humor -"llego a Rennes con tres palabras de francés por todo equipaje: Jean, Paul y Sartre"- el proceso por el que un hombre pasa a convertirse en "menos que nada".

Ese proceso de aniquilación de la persona se inicia con los temblores, los vómitos y el miedo que la guerra inflige al soldado. Sólo se escapa de ellos si se duerme un poco, pero esa huida tiene un precio, y es gravoso: el despertar. La degradación se prosigue con el persistente maltrato al desertor y traidor -croata en las filas bosnias- en un estadio reconvertido en gulag. Cuando, al fin, el coraje de escapar y la suerte de lograrlo dejan atrás las bombas, los gritos, la sangre y los culatazos, el hombre que fue una persona está preparado para ingresar en el reino de las sombras. Un reino de contornos sinuosos que Colic describe con la introspectiva precisión de quien ha descubierto las tres tablas de la nueva ley que le va a regir: "Mi lengua ya no significa nada", "estoy lejos" y "ese lejos se ha convertido en mi patria y mi destino".

Sobre esos cimientos, Colic edificará el retrato de un refugiado que, por su formación, se siente superior a sus compañeros de miseria, quiere volver a ser escritor y, a la vez, intuye que ese "orgullo estúpido e inútil" no es sino la negativa a aceptar que todos chapotean en la misma ciénaga. Un retrato construido con desesperación, humor, picaresca, amor y muchos merodeos, y alimentado por el conflicto entre el acoso de la memoria y la necesidad de olvidar. Un conflicto que Colic resolverá, esa es la clave, a través de la escritura.

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