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Los focos del novelista perfecto

"El arte de perder", la correspondencia que retrata el angustioso final de Scott Fitgerald

El arte de perder | Francis Scott Fitgerald | Círculo de Tiza. 402 páginas

Lo explica superbién el escritor Alejandro Gándara en el epílogo de El arte de perder: "Francis Scott Fitzgerald murió en 1940, a los 44 años de edad, abandonado por sus amigos, consumido por los excesos, con su obra descatalogada, maldiciendo una existencia que resultó ser una desilusión, pobre de solemnidad además de endeudado y alejado de una única hija que mantenía con él una relación a medias entre el despecho y la exigencia. Un panorama". Desde luego que sí, un panorama.

Pero Fitzgerald había sido la bomba. Había publicado siendo un chaval la novela A este lado del paraíso y se había enamorado de Zelda Sayre, la mujer de su vida, cuando la vio bailar en Alabama? Con ella vivió una vida loca que trastornó tanto la salud del novelista como de su propia esposa. Vendía diez o doce relatos al año a revistas y periódicos de campanillas de Nueva York; llegó a cobrar 5.000 dólares por cuento, una pasta gansa. Era un escritor de un éxito tan inusitado como efímero, animal nocturno, explorador de las calles del París de la fiesta constante y la juventud dorada, cuando Ernest Hemingway era amigote de borracheras y ambiciones, gloria que fue mercadería cuando llegaron los últimos días, cuando un ataque detuvo el corazón del novelista de la era del jazz. Acabó su vida en brazos de su última mujer, la periodista Sheilah Graham, en un piso minúsculo; él, que había celebrado la vida asomado al Mediterráneo francés de juego y perdición. De Génova a Marsella, niñera a mano.

Todo esto es lo que se trasluce de la lectura del epistolario de Scott Fitzgerald que publica ahora la editorial Círculo de Tiza; todo él sintetizado bajo un título más que elocuente: El arte de perder. Y es que la vida del autor de El gran Gatsby es la de un camino sin retorno a la soledad, la desilusión y la tristeza. El hombre que descubrió a Hemingway se quedó en guionista de medio pelo en un Hollywood de muerte y destrucción; sangre y desalmados. El 20 de enero de 1938 le escribe a Joseph Leo Mankiewicz sobre la versión del guión de "Tres camaradas" que éste acaba de reescribir: "Yo te di un dibujo y tú cogiste una caja de tizas y lo coloreaste", recalca Fitzgerald. "Eras o has sido un buen escritor, pero este es un trabajo del que te avergonzarás antes de que se acabe".

Fitzgerald se decidió por la vida de cine porque suponía ingresos constantes y consecutivos. Su desilusión llegó pronto, cuando descubre que sólo "algunas escenas" suyas están en "Un yanqui en Oxford" o que el biopic de "Madame Curie" queda en nada en el último momento. Fitzgerald puso sus manos en "Lo que el viento se llevó". Y unos cuantos más. Fitzgerald contó sus decepciones inusitadas en El último magnate, la novela inacabada que Elia Kazan llevó al cine con Robert de Niro o Robert Mitchum en sus principales papeles.

La necesidad del dinero es constante en la vida de Fitzgerald: para criar a Scottie en la costa, para beber hasta perder la memoria? Y, al final, para pagar los estudios de la niña o las atenciones médicas de Zelda. "Tu vida ha sido una desilusión, al igual que la mía. Pero no hemos sudado en vano. Scottie tiene que sobrevivir y este es el año más importante de su vida", le cuenta a Zelda en 1939. Una de las últimas cartas de Fitzgerald -la del 15 de diciembre: falleció seis días después- causa congoja. Le dice a su hija que le ha enviado un abrigo que su novia, Sheilah, "no se había puesto casi nunca". Le pide, por ello, que le escriba una carta de agradecimiento a la periodista y otra al propio Fitzgerald porque "sin duda (Sheilah) preguntará si te gustó".

La más acongojante de todas, sin embargo, es la que escribe Zelda a su marido en el verano de 1930. Zelda está internada en un hospital psiquiátrico aquejada de algo parecido a un trastorno bipolar. Le dice: "Estabas siempre borracho. No trabajabas y por la noche te arrastraban a casa los taxistas cuando te dignabas a volver. Me echabas la culpa por bailar todo el tiempo. ¿Y qué podía hacer yo? Te levantabas a la hora del almuerzo. No me tocabas y te quejabas de mi indiferencia. Estuviste borracho literalmente todo el verano". Es una respuesta a otro escrito que el novelista le había lanzado como una cuchillada: "Estabas enloqueciendo y lo llamabas genialidad. Yo me encaminaba a la ruina y lo llamaba lo primero que se me ocurría".

El matrimonio que inventó y vivió los Felices Años Veinte se consumió como la recesión y, al final, descubrió que la vida triste había sido la que habían compartido ambos y que no había salvación. El arte de perder es un libro de una angustia que ensordece. La literatura no es arte: no hay camino de rosas, ni dulce lamentar de los pastores.

Al final sólo está la muerte, la sumisión o un montón de ejemplares descatalogados en una feria de libros usados. Da igual que hayas creado a Jay Gatsby, Monroe Stahr o Amory Blaine. Lo sabía bien Fitzgerald cuando escribió el final de El gran Gatsby: "Mañana correremos más aprisa, extenderemos los brazos más lejos... hasta que, una buena mañana... De esta manera seguimos avanzando con laboriosidad, barcos contra la corriente, en regresión sin pausa hacia el pasado".

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