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EL SÁBADOHuida en tiempos mutantes

"Una niña está perdida en el siglo XX", la última novela de Gonçalo M. Tavares, ahonda en sus alucinadas visiones del mal, la violencia o la sumisión tecnológica

EL SÁBADOHuida en tiempos mutantes

na mano. Pongamos que una mano siempre oculta. La izquierda de un camarero cuyos movimientos se orientan todos a que la clientela nunca repare en ella. Mal método. Antes o después, cada ojo de cada cliente intentará atisbar un fallo en el cuidado ballet del camarero. La mano acabará siendo entrevista, desnudada de sus sombras. Al fin, la mano oculta, intuida en toda su monstruosidad, se volverá el símbolo que suplante al camarero en la memoria, la imaginación y, lo que es más duro, en la visión inmediata de cuantos clientes estén en posesión del secreto.

Pongamos ahora una huida. Una carrera sin destino fijado, sólo guiada por el aguzar de todos los sentidos, por la necesidad de reaccionar del mejor modo a las señales de peligro, con velocidad extrema o quietismo a ultranza. Una carrera así exige ligereza y discreción. Se diría incluso que exige cualquier cosa menos pasearse por el mundo de la mano de una niña de 14 años que busca a su padre. Más aún si ella lleva inscrita en su cara la pertenencia a un grupo humano caracterizado por una conocida alteración cromosómica, ¿no? Pues no. La ocultación revela la lucha con un secreto. La exhibición, bien lo saben los magos, desvía la atención y facilita la llegada a puerto.

Una niña está perdida en el siglo XX, la última novela (2014) del mago de las letras portuguesas Gonçalo M. Tavares, se estructura en torno a las andanzas de un hombre maduro, Marius, que al tropezarse con Hanna, esa niña del segundo párrafo, decide ayudarla a encontrar a su padre, quien tal vez esté en Berlín. Aunque, como suele ser marca de la casa, esta avenida narrativa no sea sino el vehículo -de acuerdo, la búsqueda del padre no es cualquier vehículo- ideado por Tavares para seducir al lector durante doscientas páginas. La avenida principal desde la que conducirlo a bocacalles pobladas por extraños personajes que, a su vez, son puerta de entrada a ensoñaciones, pesadillas y otros artilugios -simbólicos a fuer de despojados- con los que el novelista construye un alucinado itinerario desde la memoria a la revuelta. Recordar y resistir.

En apenas quince años, Gonçalo M. Tavares, que anda por los 45, ha sacado a la luz más de treinta volúmenes, susceptibles de ser clasificados en tres grupos. Están, por un lado, las diez entregas de El barrio (2002-2010), su faceta más ingeniosa y en apariencia disparatada. En ellas parte de una egregia figura de las letras (Valéry fue el primero; Eliot es por ahora el último) para, asociándola con un concepto (a Brecht le asignó el éxito; a Swedenborg las investigaciones geométricas), enhebrar escenas, a menudo hilarantes, a veces beckettianamente absurdas, que a más de un lector desprevenido le han hecho tomar un lúcido dibujo por una humorada banal. Error.

El reverso oscuro de El barrio es El Reino (2003-2007), cuatro novelas mayores en torno a las raíces del mal y la violencia -perdón por simplificar; añadan las parálisis religiosas o la alienación maquinista-, con las que Una niña? presenta notables parentescos.

No en vano las resonancias germánicas y judías, muy presentes en Una niña?, saltan desde títulos como La máquina de Joseph Walser o Jerusalén, y la radiografía de la contemporaneidad se impone en el que cierra la tetralogía, Aprender a rezar en la era de la técnica. Junto a estas catorce obras hay otros tantos tomos de relatos, canciones, piezas teatrales y, más allá, textos mínimos pero intensos agrupados bajo títulos como Breves notas sobre el miedo. Sin olvidar la epopeya en verso Un viaje a la India, donde un tal Bloom se convierte en un moderno Ulises que huye de Lisboa dejando tras de sí un crimen atroz.

Si hay un rasgo que da unidad a tan polimorfo conjunto es la aparente simplicidad de su lenguaje. Tavares escribe desmelenado, sincronizando escritura y pensamiento, y, tras un tiempo de reposo, poda. Desconfía del adjetivo, al que tacha de juicio de valor, porque, por un lado, le gusta dejar espacios para que el lector imagine y, por otro, persigue frases compactas cuya precisión polisémica excite la imaginación. Se ha comprometido con la densidad, no con la hojarasca dubitativa, y el resultado son enjambres de escenas y personajes -Tavares no ahorra en energía fabuladora- que funcionan como cargas de profundidad bajo su inocente apariencia de caperucita.

No es pues de extrañar que por las páginas de Una niña está perdida en el siglo XX desfilen, además de aquella monstruosa mano del camarero y de cientos de otras elocuentes manos, un fotógrafo de la deformidad, un reflexivo cartelista revolucionario especializado en calles secundarias, un anticuario que prolonga con inalterable tenacidad una sucesión de números pares iniciada por su bisabuelo, un hombre cuyo ojo izquierdo, inyectado en sangre, tiene poderes microscópicos o un viejo judío cuya obsesión es poseer el menor número de objetos para, así, no perder ni una milésima de segundo en caso de huida. Tampoco extrañará que la vida de esos individuos-símbolo transcurra en elevados pisos a los que se asciende por escaleras vertiginosas o en el laberíntico hotel berlinés cuyas habitaciones sin número llevan nombres de campos de exterminio.

Más extrañeza causa, hay que confesarlo, ese siglo XX que se desliza en el título castellano. La traducción literal del original luso sería "Una niña está perdida en su siglo buscando al padre", sin duda menos comercial pero más enjundioso. No ya por introducir la atávica búsqueda del progenitor, sino porque "siglo", sin ordinal, remite tanto a centuria indeterminada como al universo civil en el que se desenvuelve la telemaquia. Y, al fin y al cabo, no es uno de los menores alicientes de una novela en la que las localizaciones espacio-temporales se otorgan con cuentagotas, ir descubriendo si Hanna y -con ella, y más que ella- Marius están perdidos en el espacio o en un tiempo tan mutante como el punto de vista narrativo, que una y otra vez rebota entre la tercera y la primera persona. Un tiempo del que, a fuer de sinceros, sólo podemos predicar que tiene presente el Holocausto.

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