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Final de verano

El castillo de Gripsholm - Kurt tucholsky - Acantilado. 168 páginas

recht, Döblin, Feuchtwanger, Kästner, Henrich y Thomas Mann, Remarque, Werfel, Arnold y Stefan Zweig: la nómina de escritores que adornaron los laureles de la República de Weimar es notable. Entre ellos brilló como periodista y crítico cultural Kurt Tucholsky, de quien Acantilado publica El castillo de Gripsholm, novela escrita en 1931 y quemada por los nazis en 1933 en la entonces llamada Opernpaltz, muy cerca de la Universidad Humboldt y de St. Hedwig, la iglesia católica más antigua de Berlín. En ese punto se conserva hoy una placa con un texto escrito por Heine, gloria de la literatura en alemán del XIX y autor muy querido por Tucholsky. La frase del último gran romántico reza de forma profética: "Ahí donde los hombres queman libros, terminan quemando también personas". Antes de sucumbir a esa noche larga, oscura y fatídica que arrojó por el sumidero de la Historia no sólo los frutos de Weimar sino los de todo un continente, Tucholsky nos regaló esta joya de humor, alegría y vitalidad, no exenta sin embargo de una música sombría, que narra unas vacaciones de verano en Suecia pasadas por el autor en compañía de Lisa Matthias, en la novela llamada la Princesa.

El castillo de Gripsholm se lee con el mismo goce que una Baedeker gamberra (el talento de Tucholsky para la sátira es fenomenal: conviene paladear sus bromas acerca de la mentalidad bávara, la altivez austriaca, la sintaxis del bajo sajón o el carácter sueco) a la que se sumará un estudio de la pasión amorosa despojado de prejuicios. De hecho, algunas de las mejores páginas de la novela narran los sucesivos ménage à trois (platónico el primero; bastante más carnal el segundo) que la pareja de enamorados se permite con amigos, de uno y otro sexo, que los visitan en su refugio. En esas páginas Tucholsky convierte el arte de la sugerencia en una lección de virtuosismo. En ellas se advierte que, como periodista que vivió una época compleja, estaba acostumbrado a lidiar con censores de diverso pelaje.

El contrapunto a esta narración un tanto edénica se sitúa en la historia de una niña presa en un internado bajo la férula de una sádica guardesa y a la que Tucholsky y su amada logran rescatar tras diversas peripecias. Más allá de la lectura simbólica que se pueda conjeturar al respecto, la historia de la pequeña Ada y su odiosa prisión presta cierta pátina de melancolía a la obra de Tucholsky. Saber que los huracanes de la Historia, a punto de soplar feroces, iban a llevarse por los aires a tantos intelectuales alemanes (Tucholsky murió en Gotemburgo en 1935, exiliado y silenciado, víctima de una sobredosis de somníferos), ayuda a contemplar esa episódica nostalgia como algo más que una decisión de orden formal o como un complemento narrativo. Quizá ya en 1931, cuando el libro salió a la luz, Tucholsky intuía que el final del verano, de todos los veranos en realidad, estaba cerca.

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