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La premonición cumplida

El escritor Hugo Bettauer prefiguró la persecución antisemita de Viena en una novela satírica sobre el delirio criminal ario

La ciudad sin judíos | HUGO BETTAUER | Periférica, 176 páginas

El humor hiere a los asesinos pero no los mata, lo que permite que ellos en cambio puedan matar a quienes lo cultivan. Hugo Bettauer se rió con ganas del antisemitismo y pagó por ello con su vida. En 1925 era abatido a tiros por un militante de la extrema derecha en Viena, tres años después de haberse publicado por primera vez La ciudad sin judíos, una novela satírica que presagiaba el delirio criminal ario en Austria. El autor de los disparos fue absuelto posteriormente por la justicia que consideró un atenuante la "inmoralidad" de Bettauer, que había colocado entre los semanarios más exigentes de su tiempo algunas de sus publicaciones, defendiendo los derechos de los homosexuales, la emancipación de la mujer, el aborto y una ley moderna del divorcio.

Judío, hijo de un corredor de bolsa, amigo de la infancia y compañero de clase de Karl Kraus, a los 18 años se convirtió al protestantismo, heredó la fortuna de su padre que enseguida dilapidó, vivió en Nueva York, Berlín y Munich. En 1904 viajó nuevamente a Estados Unidos y estuvo a punto de quedarse, pero seis años más tarde regresaría definitivamente a Viena donde fundó revistas, escribió novelas de detectives y trabajó como corresponsal. Al principio de la década de los veinte alcanzó la cima de su popularidad con La ciudad sin judíos, considerada como una obra de ciencia ficción capaz de anticipar la tragedia que desembocaría años más tarde en el Holocausto. De manera compacta, en bastante menos de doscientas páginas, Bettauer cuenta, entre la ficción y la realidad, cómo el éxodo está a punto de cumplirse nuevamente en una Viena ahogada por la inflación, el desempleo y la marginación, en la que el Parlamento decide aprobar una ley por la que los judíos tienen que abandonar Austria.

El canciller federal socialcristiano Karl Schwertfeger se dirige a los diputados, en medio de expectación y alborozo, para confesar que él no odia a los judíos, es más los admira pero que precisamente por ello se ve obligado a expulsarlos. "¡Estimada Cámara! La realidad es ésta: los arios austriacos no estamos a la altura de los judíos; nos domina, nos subyuga, nos viola una pequeña minoría dotada de atributos de los que nosotros carecemos". Schwertfeger cree que la presencia semita puede ser asimilada por románicos, anglosajones, yanquis e incluso por los alemanes del norte, que pueden competir con ella en cuanto a "agilidades, tesón, energía y sentido del negocio", pero no así los "cándidos, pueriles y soñadores austriacos", entregados a la música y a la contemplación de la naturaleza. "Con su tremenda agudeza de intelecto, su cosmopolitismo desligado de la tradición, su felina soltura, su fulminante rapidez mental, esas destrezas pulidas por la opresión milenaria, nos han sojuzgado convirtiéndose en nuestros amos y haciéndose con el dominio de toda de la vida económica intelectual y cultural".Bettauer no viviría lo suficiente para ver trastocada su aguda sátira en el argumento de la fuerza que llevó a convertir en jabón a la minoría dotada. El resentimiento dejaba paso al genocidio.

Pero volvamos a la ficción: Viena se transforma, cambia su Constitución para celebrar la expulsión del pueblo elegido. Emigran las familias y algunas de ellas se parten a la mitad, porque algunos judíos están emparentados con los arios: el desgarro se justifica por una causa mayor y justa. La ciudad sin judíos prefigura el drama que más tarde tendría su colofón en los campos de exterminio. En la novela, la vieja Austria, que es el inicio de la tragedia, tendrá que acabar aceptando, tras la fiesta, la resaca. Un millón de judíos han sido expulsados. Bettauer examina las consecuencias, a veces de manera hilarante. La alegría antisemita no ha durado demasiado tiempo. Hay demasiadas viviendas vacías, cae la moneda. El dinero, la moda y la cultura se van al garete. Los cafés han perdido su clientela, los teatros están vacíos, la pobreza y la desesperación se extiende. El loden y las prendas rústicas de montaña han sustituido en los escaparates de las tiendas a los modelos de alta costura parisina que solían comprar los judíos para satisfacer el capricho de sus amantes. Las salchichas se imponen a la alta gastronomía. La ciudad imperial decae bajo el sopor.

Los villanos muestran remordimiento y deciden que ha llegado el momento de recibir nuevamente en casa a los desterrados. La ley es abolida, digamoslo así, para no tener que cerrar el negocio. El alcalde de Viena, Karl Maria Laberl, sale al balcón, en medio del sonido de los clarines y las trompetas, para recibir con los brazos abiertos al primero que vuelve: "¡Mi querido judío!", dice. El postre es lo único de la premonición de Bettauer que no llega a servirse. El resto, sí. En 1938, la "solución final" ya estaba decretada en Austria. Cuatro años más tarde los judíos eran borrados del mapa.

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