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Castroenteritis

Mea Cuba, el gran testimonio de Cabrera Infante contra la tiranía, se reedita junto a otros ensayos y novelas

Mea Cuba antes y después | Guillermo Cabrera Infante | Galaxia Gutenberg 2015, 1.266 páginas, 39 euros

En marzo de 1990, aquejado de una incurable castroenteritis, Guillermo Cabrera Infante escribió que no era adivino pero que en el futuro de Cuba no habría un lugar para Fidel Castro excepto como último reposo. Puede decirse que el tiempo le ha dado la razón: el futuro ha tardado en asomarse y Castro aguarda el final de sus días amortajado en un chandal como si se tratara de una momia expuesta al público con discreción en unas galerías pret a porter para jubilados. Caín, maestro del calambur y de la retórica en general, había escrito también que estaba seguro de que el tiranosaurio de La Habana, al revés de Stalin y de Mao, no moriría en la cama, a no ser que fuese ese lecho de Procusto llamado historia, donde si no cabes te cortan la cabeza. Probablemente la castradura ha durado tanto que la muerte será por aburrimiento. No sé cuánto viven los caimanes pero el cocodrilo más viejo de la historia entregó la cuchara a los 115 años en un zoológico de Rusia, en1997.

Cabrera Infante no ha vivido tanto pero lo suficiente para narrarnos su ciudad perdida y los anhelos que se quedaron prendidos del poso de un cuba libre. La Habana era entonces la animada Rampa, El Gato, El Atelier y el Mambo Club. La ciudad de las noches largas que lánguidamente iban a morir al Malecón y de los daiquirís espesos y fríos del Floridita: cuando los boleros eran canciones tristes de moda y las muchachas, venus de nalgas de arena y oro firme, capaces de estimular los mayores apetitos sexuales por ese olor a frutas que desprenden las mujeres en el trópico cuando cruzan las piernas, como explicó una vez Miriam Gómez la compañera que permaneció hasta la muerte al lado del autor de Tres tristes tigres, una novela que costaba 333 pesetas y avivó mi pasión por la literatura.

Los cuerpos divinos pululaban por una Habana sensual de inquietante clima político donde Carlos Puebla cantaba en La Bodeguita sus sones dedicados a Rolando "el Tigre", jefe de la policía represiva, lo mismo que más tarde y a no más tardar se los cantaría, con otra letra, a Camilo Cienfuegos. Una ciudad crepuscular donde por la noche las patrullas del SIM tomaban las calles para perseguir a los miembros emboscados de las brigadas del 26 de Julio, que el gobierno de Batista y los comunistas, los ñángaras, coincidían en llamar terroristas. Allí el periodista habanero que amaba a las mujeres, la música y el cine, vivía un tiempo de disolución política, entre novias y fleteras, boites, restaurantes y la redacción de "Carteles". Más atento a completar su colección de discos de jazz que a mantener a flote su matrimonio; pendiente de las venidas de la Sierra y de las cartas desde Oriente de Carlos Franqui, hasta el día en que Franqui regresó para interrumpir su felicidad y encomendarle el suplemento literario del diario "Revolución", que finalmente acabó cerrando en 1961 por no acatar la línea de pensamiento oficial castrista.

Esa atmósfera de disidencia está concentrada en Mea Cuba. El libro, con casi 1.300 páginas, recoge artículos y ensayos de la época revolucionaria, en una nueva edición de Galaxia Gutenberg que incluye, además, Así en la paz como en la guerra y Vista del amanecer en el Trópico, dos obras madrugadoras de la narrativa de Caín, el volumen autónomo Vidas para leerlas y de una amplia selección de los trabajos del escritor hasta su muerte.

Con la última luz del crepúsculo llegó el nuevo amanecer triste del trópico. Tras los dos primeros años de la entrada triunfal de Castro en La Habana, la vida artística y literaria de Cuba burbujeó vigorosamente. En realidad no se había estancado bajo Fulgencio Batista, que no se interesaba por lo que los artistas hacían a menos que participasen en la resistencia política. Sin embargo, el derrocamiento del dictador liberó una especie de energía exuberante de los escritores, pintores, músicos y cineastas, un viento libertario ingobernable y sin restricciones.

"Lunes de Revolución", el suplemento literario semanal del periódico "Revolución", dirigido por Franqui, encarnaba el idealismo violento de aquellos primeros años. Era un meteorito: la publicación literaria más interesante de América Latina. Su editor, un joven novelista, crítico y sin esperanza, mezcla de anarco-surrealista y glotón cultural, se bebía Hollywood a sorbos en las barras de los bares del Vedado, mientras escuchaba a Benny Moré y a Charlie Parker, y perseguía a las ninfas inconstantes. Todo ello duró menos de dos años. La fría represión devoró el ímpetu revolucionario. Castro decidió aliarse con los comunistas a los que iría depurando paulatinamente. A principios de 1961, como cuenta Cabrera Infante en Mea Cuba, la depuración alcanzó a los artistas y cerró "Lunes". Su hermano Sabá, colaborador del semanario había hecho un cortometraje, P.M., donde cámara en mano recorría los garitos llenos de humo de La Habana en una agridulce versión negra del mejor cine documental urbano. Las autoridades lo prohibieron por decadente. "Lunes", con el apoyo de decenas de artistas y escritores, estaba a punto de publicar una protesta indignada cuando el gobierno organizó una reunión de tres días para evitarla. El presidente Osvaldo Dorticós -quien más tarde acabaría suicidándose, como también ocurrió con Haydée Santamaría, una de las colaboradoras más estrechas del Comandante- invitó a los intelectuales a decir lo que pensaban sin miedo; Castro pronunció un discurso asegurando que dentro de la Revolución todo era posible. Pero, al contrario, nada lo era. Virgilio Piñera, escritor homosexual de apabullante tímidez, se abrió paso vacilante hasta el micrófono. "Sólo quiero decir que estoy muy asustado. No sé por qué pero eso es todo lo que tengo que decir". Realmente, no había nada que hablar. "Lunes" fue cerrado, con la excusa de la carestía del papel; "Revolución" duró sólo un poco más de tiempo.

Franqui marchó a vivir a París, Cabrera Infante obtuvo un trabajo diplomático en Bruselas, y algunos escritores que habían colaborado en la publicación encontraron empleo en la agencia cultural del Gobierno. A partir de ahí se produjo un retroceso gradual pero incesante de la vida intelectual y artística del país. El castigo para quienes se rebelaban era el exilio o el silencio, que encuentran su eco poderoso en Mea Cuba, una recolección de retratos, polémicas y ajustes de cuentas con el pasado castrista que prefigura una completa historia de la imaginación y del carácter cubano. Un libro de combate y denuncia que no pierde el norte y el buen gusto literario que siempre guió a su autor, que no pudo vivir tanto tiempo como el caimán verde de La Habana pero mantuvo a salvo su conciencia.

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