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Las vidas del príncipe rojo

Romance político en la encrucijada habsbúrgica, por Tim Snyder

El príncipe rojo | TIMOTHY SNYDER | Galaxia Gutenberg, 444 págs.

Quienes hayan visto Zelig, la película de Woody Allen, apreciarán el camaleonismo en Wilhelm, el archiduque de Habsburgo, que supo, en poco más de medio siglo de existencia, asomarse a varias vidas. Cuando murió a manos del contraespionaje soviético en el verano de 1948, la dinastía a la que pertenecía era ya una nota a pie de página en la historia, y él -descendiente de una rama menor de la familia- una nota al pie de la nota. Las infelices e insatisfechas vidas del archiduque componen, sin embargo, una maravillosa historia de suspense, un romance político al borde de la tragicomedia que Timothy Snyder ha sabido narrar con acierto en El príncipe rojo, publicado hace un año por Galaxia Gutenberg. Snyder es uno de esos historiadores que maneja la combinación ganadora: posee las armas del mejor novelista para entretener a sus lectores y cabalga en los hechos irónicos del pasado para extraer análisis de gran actualidad.

Nacido en 1895, Wilhelm, Guillermo, creció en una isla, Losinj, frente a la costa de Croacia, en el Adriático, donde su familia tenía una casa en medio de pinares, limoneros y naranjos. El azar se encargó de que encarnase desde la cuna el ideal panaeuropeo de la dinastía: aprendió italiano de su madre, María Teresa, una princesa Habsburgo de la Toscana; alemán de su padre, archiduque, nacido en Moravia; le enseñaron polaco para alimentar las ambiciones territoriales paternas y ucraniano para perseguir la suya propia; también habló francés, la lengua de la diplomacia, e inglés, el idioma de los amigos de sus años en el exilio. En su infancia hubo tenis y natación, institutrices inglesas, y travesías en el velero de su padre por el norte de África y el Bósforo. Tenía un ancla tatuada en una muñeca.

Cuando era adolescente se fue con un tío a Viena y asistió a la escuela militar de Wiener Neustadt. A los 20 años, lo enviaron en su primera misión a Ucrania, donde se ganó la lealtad de los hombres bajo su mando. Ese sentimiento no le abandonaría: después de la guerra se dedicó a forjar la conciencia nacionalista de los obreros y campesinos del país. Se convirtió en una leyenda. Acarició el ideal de otros príncipes de la gran familia imperial de creer en una monarquía de estilo libre asociado que diera cabida a las aspiraciones nacionalistas de los pueblos de Europa central, sin salirse del terreno movedizo que había propiciado la Gran Guerra.

El problema fundamental en la historia de Europa han sido los nacionalismos. En la época de Guillermo, al contrario de lo que sucede ahora, la mayoría de los historiadores estaban a favor de ellos. La desilusión y los crímenes perpetrados en su nombre ayudaron más tarde a verle los colmillos al lobo. En la actualidad el reto navega entre la irrelevancia o la nostalgia, y, sin embargo, no quita para que el nacionalismo siga marcando el camino de algunos políticos desquiciados como es el caso en Cataluña. La vida habsburgica en su momento llegó a estar anegada por el romanticismo: los valses de Strauss y los rituales del palacio se pudrían en silencio tras cuatro paredes. El Príncipe Rojo representó para la monarquía, después de su desaparición, las pasiones, la política y los sueños fallidos prematuros. Sus esperanzas de ver una Ucrania independiente se disiparon en 1919: la victoria bolchevique lo dejó a las puertas de los círculos anticomunistas de emigrados que proliferaron en Europa entre las dos guerras. El fracaso político, cierta falta de criterio y la pobreza lo llevaron a juntarse con extraños compañeros de cama, a menudo desagradables. Al seguir esos movimientos desde Viena a Madrid -sede de la corte en el exilio- y París, su vida se convirtió en una novela de espionaje, una historia de amor sustentada por una idea inalcanzable.

Igual que el centro de Europa había comenzado a girar alrededor del fascismo, nuestro archiduque también lo abrazó por un momento. Una vez había soñado con ser rey de una tierra de obreros y campesinos, más tarde se imaginó a sí mismo líder de un estado autoritario. Por el bien de la independencia de Ucrania estuvo dispuesto a hacer de todo. En 1935, la Alemania nazi parecía defender un mismo anhelo, pero la invasión de la Unión Soviética seis años después le hizo darse cuenta de la verdad: Hitler no tenía el mínimo interés en ayudar a los ucranianos. La creencia en la identidad nacional le había jugado una mala pasada.

En realidad el nazismo fue en sus orígenes una rebelión contra los valores de los Habsburgo. Aquella dinastía había bebido de muchas nacionalidades y era lógico que Guillermo, al igual que algunos de sus parientes lo hicieron respecto a otros pueblos, se considerase tanto de Austria como de Ucrania. Para los nazis, esa dualidad identitaria resultaba imposible: la fluidez étnica fue erradicada y las jerarquías establecidas. Los Habsburgo habían traído los pueblos juntos; los nazis querían dividirlos por alambre de púas, expulsión y muerte.

El príncipe rojo, de Timothy Snyder, además de una apasionante aventura de espías y sueños de amor imposible, ayuda a entender Europa por medio de las decisiones equivocadas de un hombre. Historia y narración en estado puro.

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