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70 años del fin de la contienda

EL SÁBADO | Europa en llamas

Rick Atkinson cierra a lo grande su Trilogía de la Liberación con "Los cañones del atardecer", obra monumental sobre la Segunda Guerra Mundial

Los cañones del atardecer | Rick Atkinson | Crítica

Rick Atkinson pone broche de oro a su Trilogía de la Liberación con Los cañones del atardecer, monumental relato de la II Guerra Mundial desde el desembarco de Normandía hasta la rendición de Alemania. Este año se cumplen 70 años del fin de una contienda que Atkinson ha narrado en Un ejército al amanecer (2004) sobre el frente de Africa del Norte y El día de la batalla (2008), sobre la guerra en Italia.

Atkinson (Munich, 1952) narra los grandes acontecimientos con rigor histórico intercalando testimonios de sus actores (el rango no importa, vale tanto la memoria del soldado raso como la del general) y sitúa biográficamente a los jugadores más destacados en el mapa bélico con certera concisión. A pesar de su volumen de páginas, no sobra ni una. No falta el componente heroico en el relato (contado con mesura y distancia, ojo) pero tampoco se quedan sin reflejar los errores (en algunos casos serían cómicos de no mediar tragedias) aliados en algunas operaciones. Los amantes del anecdotario están de enhorabuena porque Atkinson no deja pasar la oportunidad de arropar su historia con pequeñas historias que la hacen vivaz e intensa. Algunas, horrendas. Otras, las menos, con un inesperado toque cómico en medio del terror.

Su libro supera las mil páginas (notas a partir de la 747) y el autor mantiene intactas sus cualidades: pinta un inmenso lienzo histórico cargado de pequeños detalles. "Las luces centelleaban: luces de camiones, luces de jeeps, luces de tiendas de campaña, luces de faros, luces de edificios, luces de las granjas", escribió un general de división aliado. "Todo brillaba". Así, con una intensa luz universal, concluye una obra que también tiene un recuerdo para esa docena de ancianos que durante horas aguardaron un lunes 7 de mayo con cuerdas en las manos "y esperanza en el corazón para lanzar al vuelo las campanas de San Pablo en un redoble de triunfo". En vano: porque Moscú impidió la proclamación del final de la guerra hasta la firma de la capitulación de los alemanes en el frente oriental de Berlín. Sí, la guerra había terminado, pero no del todo: nuevas sombras ya acechaban el continente.

Atkinson no duda de que en la campaña aliada hubo oportunidades perdidas, ceguera de algunas personalidades, falta de audacia en algunos momentos críticos y de inteligencia en otras, o de astucia o intuición. Pero su triunfo estaba fuera de toda duda porque, a diferencia de sus enemigos, sus fuerzas estaban centralizadas, unificadas y coordinadas. Es decir: "el liderazgo aliado incluía un equilibrio de poderes para templar la arbitraria testarudez y los errores de juicio personales". La democracia llevada al último extremo en el escenario más desgarrado de todos. Un resumen: "La prudencia británica en 1942 y 1943, rindiéndose finalmente a la audacia americana en 1944 y 1945 había aportado victorias en el Mediterráneo que fueron el preludio necesario para la decisiva campaña que empezó en Normandía". Churchill lo dejó bien claro: "Solo hay una cosa peor que combatir con aliados, y es combatir sin ellos". Especialmente envenenado es el relato de la debacle de las Ardenas, donde el ejército norteamericano, perjudicado por sus propios servicios de inteligencia, sufrió el diez por ciento de todas sus bajas en todo el conflicto. "La batalla había puesto de manifiesto una vez más que la guerra nunca es lineal, sino más bien una empresa caótica y aleatoria de reveses y avances, torpeza e ímpetu, desesperación y euforia", concluye Atkinson.

Los americanos proporcionaron más de dos tercios de las 91 divisiones de Eisenhower, y la mitad de los aviones de combate aliados. Trece divisiones estadounidenses sufrieron el cien por cien de bajas sin que la gran maquinaria bélica se viera afectada. La guerra les costó 296.000 millones de dólares, 4 billones actuales. "El enemigo fue aplastado por el dominio logístico, la potencia de fuego, la movilidad, la aptitud mecánica y un gigante económico que producía muchísimo más en casi todo que lo que podía producir Alemania. Un prisionero alemán lo dijo bien claro: "Una guerra como la vuestra es fácil".

Exagerado, cierto, pero EE UU salió de la guerra "con unas ventajas extraordinarias que le aseguraban la prosperidad durante décadas: una floreciente e intacta base industrial, una población sin demasiadas secuelas de la guerra, energía barata, dos tercios de las reservas de oro del mundo y un gran optimismo". Y, sobre todo, la guerra les había enseñado a luchar.

En Europa sólo había devastación y un camino hacia la justicia nada sencillo. Y miles soldados se enfrentaban a la tarea gigantesca de reconciliar la mayor catástrofe de la historia humana con lo que el filósofo y oficial del ejército J.Glenn Gray llamó el único "gran tránsito lírico de sus vidas". La intensidad de la guerra, la camaradería y el sentido de un elevado propósito dejó a muchos con una "deplorable" nostalgia, según A. J. Liebling. Un piloto confesó: "Nunca me sentí tan vivo. Nunca la tierra y todo lo que me rodeaba me pareció tan real y brillante". Y un ingeniero de combate concluía: "Lo que tuvimos juntos fue algo horrible y endiabladamente bueno, algo que no creo volvamos a tener mientras vivamos".

No es precisamente buena la opinión que tiene Atkinson del general Eisenhower como estratega militar, carencia compensada por su destreza política para que todos los aliados remaran en el mismo sentido. Tampoco otras figuras míticas se libran de unos cuantos dardos, especialmente un De Gaulle excesivamente dado al protagonismo. En cambio, el general Marshall sale bien librado superando sus limitaciones y el mítico Patton, lamentable como persona ("Un soldado de color no puede pensar lo bastante rápido para luchar en los blindados"), es un caramelo como personaje ("Comparadas con la guerra, todas las demás actividades son una insignificancia. ¡Por Dios, cuánto me gusta!"). Atkinson muestra el racismo en el bando estadounidense, y las zonas más sombrías de sus actuaciones, con ejecuciones sobre la marcha de enemigos. "Un recordatorio de que el honor y el deshonor a menudo viajan juntos en el campo de batalla y que incluso un liberador podía regresar a casa con mancha si no mancillado". Y es que "la guerra, este despiadado delator de caracteres, desenmascaró a aquellos hombres con tanta precisión como un prisma desmenuza un rayo de luz para descubrir su espectro interno".

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