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De libros y esa raza especial de locos llamados libreros

De libros y esa raza especial de locos llamados libreros

No soy un lector furibundo pero me encanta ir a las librerías y vagar por ellas dejándome envolver por las inacabables propuestas que se arraciman en estanterías como tentaciones adánicas del Paraíso Terrenal. Son como frutos del Jardín Edénico, misterios a desvelar envueltos en portadas que los diseñadores gráficos hacen cada vez más seductoras, incitantes, golosas. Y el aroma. El papel tiene su aroma y también contribuye a este apoderamiento de los sentidos que generan estos espacios bibliófilos, que no sabes cómo sobreviven o que lo hacen gracias a la minoritaria pero aguerrida legión de resistentes a toda esa invasión de medios audiovisuales que desde tu teléfono a tu televisión o tu ordenador te deja sin tiempo ni respiro. Yo empiezo a considerar a los que leen prensa de papel o a los amantes de la lectura como héroes en una sociedad cada vez más villana, ágrafa, más visual y auditiva, e igual pienso de los libreros, ya que nadie en sus cabales querría ser dueño de una librería sin esa devoción libresca, con tantas como cierran.

Sí, los libreros son una raza especial porque no están en su sano juicio invirtiendo o arriesgando por algo tan exquisito pero tan poco rentable. El amor a la lectura, como a la mujer o al hombre del que te enamoras, produce muchas decisiones irracionales. Hay ciudades que resisten más que otras al decaimiento y flojera de la lectura. Entre las dos principales ciudades que me muevo, por ejemplo, hay notables diferencias. En Vigo he visto una caída al modo de la decadencia de un imperio, lenta e inexorable, salvo algunas resistencias numantinas de unos cuantos libreros locos que deberían ser condecorados. En Salamanca veo otro latir, siendo tres veces más pequeña que Vigo. No me atrevería a hablar de un auge pero sí que he visto abrir en los últimos años un puñado de librerías, la última La Latina, poco antes dos casi al tiempo de los logroñeses Santos Ochoa, hace un poco más la llamada Letras Corsarias, y podría citar al menos otra entre las recientes cuyo nombre no recuerdo. Eso sí, igual que los museos han dejado de ser contenedores de obras para convertirse en espacios de agitación (en contra del recorrido la inversa del museo MARCO vigués), estas librerías son ahora como esponjarios, absorben y vierten, vierten y absorben, mueven sus intestinos con un metabolismo atroz.Algunas, como la de Santos Ochoa, son espacios interactivos que ponen incluso el medio audiovisual al servicio del libro.

De La Latina me traje hace un mes un precioso libro facsímil, el dietario de un estudiante de Salamanca del siglo XVI, que consignaba diariamente sus gastos y que te permite entrar en la vida cotidiana de aquel tiempo dorado y literario y saber que un libro podía vales cuatro reales, como unos zapatos doblados, o que una lavandera podía cobrar diez maravedís por dos camisas y cuellos. En mi última visita de hace días a esta librería me alegró encontrar, uno junto al otro como navegantes en medio de un mar de letras, un libro del vigués Alfonso Armada de sugerente título, " Por carreteras secundarias", una guía por una España de interior, ignorada y sin autopistas; al lado, otro de Manuel Rivas, " Contra todo esto", escrito "con un sentimiento de vergüenza" por el actual "tiempo de distopía", en la que se defiende la "importancia de las palabras". Cada vez que visito Letras Corsarias no puedo sustraerme de comprar alguno de esos minilibros, menos texto, menos costo y rápida lectura, con los que ahora juegan las editoriales, y así adquirí la " Fisiología del funcionario", de Balzac, y la "Fisiología del flanneur" de Louis Huart, pero también de Anagrama " La conjura de los irresponsables", de Jordi Amat, un panfleto sobre la crisis de Cataluña, y " La nueva ilustración radical", de Marina Garcés, que habla de la poderosa reacción antiilustrada que domina los relatos de nuestro presente. Y no pude reprimirme al ver sobre una mesa otro librillo para mí de poderoso atractivo: "El peligro de la historia única", de Chumamanda Ngozi.

Las ferias del libro son también un termómetro entre ciudades, y si la de Vigo es cada vez más pequeña y migratoria, desde la Alameda a Príncipe en ansiosa búsqueda de compradores, la de Salamanca ve invadida la Plaza Mayor de librerías que se disputan el espacio. A veces salen a la calle, como en el Día del Libro último, en el que encontré un libro cuyo título era una llamada inquietante en mi vida: El lenguaje de los bosques, de Hasier Larretxea (Espasa). Uno compra a veces para profundizar en lo que sabe y otras para saber de lo que carece y yo tengo una angustiosa ignorancia de los nombres del mundo vegetal. Ahora mismo escribo mientras el tren se desliza de Castilla a Galicia y no sabría nombrar gran parte de las especies vegetales que veo a mi izquierda y derecha, y no quiero pensar en el mundo de las aves para no avergonzarme de mi saber exclusivamente urbanita. No sé nada de la vida curtida entre la espesura de la naturaleza como la del protagonista del libro, un leñador vasco del mágico Valle de Baztán, cuyo hijo, el narrador, dejó un pueblo de no más de 300 vecinos para habitar una urbe de asfalto con millones de personas, sustituyó una vida tranquila por otra asfixiada y alienada en la gran ciudad. En fin...

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