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¡Ay, aquellos veranos del pueblo de nuestra infancia!

En blanco y negro pero llenos de color eran los veranos de mi infancia. // Virxilio Viéitez

¡Ay, aquellos veranos de nuestra infancia! Hemos llegado al ecuador del verano y, quien más quien menos cuando se albergan años en la memoria, se ve invadido cuando toma el sol y no tiene nada mejor que pensar por aquellos estíos de la niñez, en que todo era tan diferente. Debo situar antes de nada al lector si hablo de los míos porque un artículo como este lo podrían escribir ya honrados padres de familia como mis hijos, que en su caso tendrían que hablar de la EGB, de las cintas de cassette que se rebobinaban con un boli Bic, de merendar pan con Nocilla viendo Barrio Sésamo mientras acababan los deberes. Dicho esto se puede suponer que mis memorias veraniegas empiezan a ser gerontológicas aunque yo no lo sienta así porque me sigo enamorando, y que se remontan a aquellos finales de los 50 y principios de los 60 en que siempre tenías un pueblo con familia acogedora al que ibas con tu madre mientras tu padre se quedaba ganando el cocido cotidiano. Claro, no eran vacaciones esmirriadas como las de ahora, porque con Franco al menos te tirabas dos meses en medio de la naturaleza más vegetal y animal, entre eras y trillos, ganado bovino, ovino y porcino, entre chapuzones en las pozas del río a donde ibas a pescar truchas con cañas de manufactura propia y anzuelos de alfiler doblado. Mi abuela, que murió hace mucho pero me tenía por nieto preferido, siempre recordaba que la primera vez que me llevó a su pueblo maragato me subí a sus brazos gritando: ¡abuela! ¿dónde pongo los pies? ¡Está todo lleno de tierra y cacas de las vacas!

Debo decir que yo pasé en el rural los veranos de mi infancia, unos en el pueblo de mi madre, en la montaña santanderina, otros en la maragatería de la que procedía mi padre, a un tiro de piedra de Astorga. ¡Qué maravillosa suerte, que ya no han tenido tanto mis hijos, haber vivido una España en crecimiento, en la que aún tenías tíos y primos en el pueblo, no más antecedentes urbanos que una o dos generaciones, y los veranos en ellos parecían no terminar nunca! De aquellos tiempos en que nuestros padres no se separaban y aguantaban el tirón del matrimonio hasta la muerte son los veranos de mi memoria. No digo en el pueblo de mi madre, que era más rico, pero en el de mi padre, allá por el fin de los cincuenta, en plena canícula no había agua corriente en las casas y había que sacarla del pozo o ir a por ella a la fuente tanto para beber como para lavarse, pero teníamos jofainas para asearnos y unos maravillosos botijos para echar un trago fresco; no existían más que remedos de cuarto de baño y abanicos para intentar suavizar el calor sofocante, porque los ventiladores eran, si acaso, inventos del demonio americanos que ni siquiera podíamos saber que existían porque ni tele había para verlos. ¿Piscina? Ni imaginarlo porque entonces en los pueblos hasta los ríos bajaban sin agua y pescábamos los peces a veces a mano, casi a pedradas. ¡Pero quedaban pozas en algún trecho y podías mojarte en las albercas de las huertas! Y eso fue ayer, que yo no soy tan viejo porque aún tengo mucho amor nuevo e ilusiones de futuro.

¡Cuánto aprendimos de la naturaleza y de nuestros orígenes esos veranos en los que llamabas a gritos a los amigos porque no había móvil ni en los cómics futuristas, esos estíos de inmenso calor sin frigorífico y con siesta obligatoria en el "sobrao"! Recuerdo a mi abuelo Jose María santanderino, herrero antes, pequeño ganadero y comerciante después, desayunando tortilla con azúcar con un vaso de vino y caminando siempre sobre albarcas; a mi tío Ito silbando a un pájaro que le esperaba al levantarse de mañana, a mi tío Magín el maragato tras llegar sudoroso del trabajo, con restos de serrín hasta en la boina, abrir el cajón de la cocina, coger un cacho de pan y comerlo con tocino, navaja en mano, sentado en el poyo ante su puerta. Recuerdo sentirme solidario con los bueyes que tiraban del carro y quejarme a mi tía Paulina ante sus risas porque a mí me parecían explotados, y esperar todas las tardes con un extraño hormiguillo a que bajara del monte una pastorcilla poco mayor que yo con sus ovejas. ¿Eran ovejas? No sé pero me acuerdo de ella. Recuerdo ir a misa los domingos, vestidos de domingo, y al cura echándonos sermones. ¡Qué buenos aquellos veranos de mi infancia en que, teniendo casi nada, valorabas mucho lo poco que tenías!

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