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Más allá del instinto animal

Se multiplican las evidencias de conductas empáticas en la fauna, la más reciente referida a la ballena jorobada o yubarta, que frustra los ataques de las orcas a otros mamíferos marinos

Más allá del instinto animal

Los animales obran por instinto, obedeciendo una fuerza impresa en sus genes que los impulsa a hacer cosas siempre con un único y mismo fin: la supervivencia de su especie. Esta es la teoría, la pauta general. Pero, en la práctica, hay conductas que se salen de ese orden establecido y que no parecen responder a esa búsqueda del bien genético, supraindividual. Ni siquiera al propio beneficio. Extravagancias de difícil interpretación. El tema ha dado mucho que pensar, y no hay una respuesta única ni concluyente. Vuelve a estar de actualidad a raíz del artículo publicado el pasado enero en la revista "Marine Mammal Science" por un grupo de 14 investigadores, encabezados por Robert L. Pitman, sobre la supuesta conducta altruista de las ballenas jorobadas o yubartas con respecto a otros mamíferos marinos que son presa de las orcas, a las que impiden que cacen interponiéndose o rescatando a las víctimas. Es una conducta universal y frecuente: 115 casos documentados entre 1951 y 2012. ¿Por qué lo hacen? Una explicación lógica y plausible sería la autodefensa (o "venganza"), ya que los propios ballenatos de yubarta pueden ser víctimas de las orcas (los ejemplares adultos son virtualmente invulnerables por su enorme tamaño). Esta tesis concuerda con las evidencias recogidas en los últimos años sobre una predación regular del gran delfínido sobre la ballena jorobada, que antes se tenía por excepcional.

Por otro lado, esta ballena, al igual que las ballenas francas y grises, no huye al ser atacada, como los veloces e hidrodinámicos rorcuales, sino que planta cara al agresor, es luchadora. Más aún, lo acosa, siempre y cuando se trate de grupos de orcas cazadoras (las que se alimentan de peces no suscitan la misma reacción). Este "mobbing" se da igualmente en otras especies de grandes mamíferos, como el elefante africano, que cuando siente amenazadas sus crías por los leones, los ataca y, si tiene oportunidad de hacerlo, los mata. Cetáceos y elefantes practican habitualmente esa conducta para con los suyos, por lo común hacia las crías o los ejemplares vulnerables (por enfermedad, lesiones, taras físicas u otras circunstancias), y se cree que puede reforzar el sentido de grupo, los vínculos de comunidad. Ahora bien, ¿por qué arriesgarse a salir malparado y gastar energía para defender a individuos con los que, no solo carecen de lazos parentales, sino que pertenecen a otras especies? Los autores del artículo sostienen que se trata de altruismo verdadero: un impulso emocional que los induce a ayudar al débil y desvalido.

Está generalmente aceptado que los animales experimentan una amplia gama de emociones. Una de ellas sería la empatía, la capacidad de ponerse en el lugar del otro, que proporcionaría una explicación plausible a esa conducta anómala de las yubartas, en apariencia contraproducente desde el punto de vista de la estrategia evolutiva. Siguiendo con los cetáceos, existe una amplia casuística de personas auxiliadas en el mar por delfines cuando corrían riesgo de ahogarse (1.500 rescates de náufragos y bañistas o buceadores en apuros cada año), entre ellos el célebre niño balsero cubano Elián González. Y es una conducta que viene de lejos, pues ya aparece reflejada en la mitología griega, donde Telémaco, el hijo de Ulises, fue salvado de la muerte por delfines. La pregunta es: ¿qué beneficio obtienen los delfines "rescatadores"?. Ninguno. Parece que estos cetáceos, por medio de la ecolocalización (una suerte de sónar con el que se orientan y detectan presas, obstáculos y enemigos), reconocen en las personas a un semejante o, cuando menos, un "pariente" con una estructura ósea muy parecida a la suya (ese escaneo por ultrasonidos les permite detectar mujeres embarazadas, por las que sienten gran debilidad). También existen numerosos testimonios de delfines que defienden a personas de los tiburones, a los que atacan, asimismo, para proteger a los suyos.

Centrando el análisis en la empatía con los semejantes (otros individuos de la misma especie), un caso sobresaliente es el de las ratas (al menos las de laboratorio, pues no existen datos referidos a las ratas silvestres). El experimento se debe a un equipo de psicólogos de la Universidad de Chicago integrado por Jean Decety, Inbal Ben-Ami Bartal y Peggy Mason, y muestra cómo las ratas de una misma comunidad o clan se ayudan entre sí cuando una se encuentra en apuros. Concretamente, colocaban una rata en el interior de un tubo con una tapa que no podía abrir, dentro de un recinto donde había otra rata libre, que acudía en auxilio de la primera (a la que conocía de compartir jaula, aunque no tenían lazos de parentesco) y la liberaba (un proceso que incluía el aprendizaje espontáneo de la forma de abrir el cierre del recipiente). Según sus observaciones, el ejemplar libre sufría un "contagio emocional" al ver al otro cautivo: compartían su miedo y su angustia. Para asegurarse de interpretar correctamente la situación, los psicólogos excluyeron primero la recompensa de la interacción social, de obtener compañía, haciendo que la rata liberada saliese a un compartimento separado de aquél en el que estaba su liberadora. Como prueba de la autenticidad de esa empatía, tentaron a la rata libre con un festín de chocolate, y ni así renunció a socorrer a su compañera.

Verificada su tesis, los autores del experimento introdujeron excepciones y matices: no todas las ratas actúan igual, y entre las "buenas samaritanas" se advierte un marcado sesgo sexual en favor de las hembras, que resulta consecuente con el importante papel que cumple la empatía en la maternidad.

Incluso una especie con tan mala prensa como el vampiro manifiesta conductas empáticas o solidarias para con sus semejantes. Así, se ha descubierto que, cuando en la colonia hay algún individuo herido, enfermo o con cualquier otra tara que le impide salir a alimentarse, los que sí hacen su ronda guardan una parte del alimento para compartirlo con aquéllos a su regreso. De nuevo, esta forma de proceder no procura, aparentemente, ninguna recompensa al bienhechor.

Algunas manifestaciones de supuesto altruismo son, más bien, acciones cooperativas. Un ejemplo clásico son los pájaros indicadores africanos, que señalizan a los recolectores de miel humanos la ubicación de las colmenas. Ambos se benefician, ya que el pájaro-guía aprovecha los restos del saqueo.

Otro tipo de cooperación se produce entre ejemplares de la misma especie. Ocurre, por ejemplo, en la corneja negra y en el quebrantahuesos, en los que un tercero ayuda a la pareja reproductora en las tareas de crianza. En el caso de la corneja, la recompensa del "tío" parece ser la adquisición de experiencia en la cría e, incluso, ganar "puntos" y "prestigio social" con su labor, pues mostrar buenas aptitudes paternales favorece su propio emparejamiento y mejora su estatus. Entre los quebrantahuesos el tercero en concordia es siempre un macho (al menos, en todos los casos en que se pudo determinar el sexo de los tres ejemplares), cuyo premio podría ser una mayor longevidad (que también beneficiaría al macho principal), al repartir el esfuerzo de la crianza, y con ello un mayor éxito reproductor global, a lo largo de toda su vida fértil, así como la posibilidad de heredar el territorio del macho líder.

Determinadas especies de lagartijas forman alianzas (o cooperativas) para defender juntas sus territorios. La defensa conjunta parece más eficaz que la individual, dado que aquellas que la practican logran un mayor éxito reproductor. Aunque la sociedad no es siempre equitativa: a veces un individuo se lleva todo el beneficio a costa de otro, que se esfuerza tanto en defender sus dominios y los de su socio que pierde su potencial reproductor. Éste sería el altruista auténtico.

Un caso especialmente delicado es el de los depredadores que adoptan crías de sus presas en lugar de comérselas. Se han difundido ampliamente las imágenes de una leona que cuida con todo esmero y defiende a una cría de ñú de otros leones en Sudáfrica, y hay numerosos casos similares. En estas situaciones parece que lo que funciona es, simplemente, el instinto maternal, los rasgos universalmente reconocibles de un bebé, sea de la especie que sea, que despiertan una ternura instintiva, un gesto protector. Es lo que se llama conducta epimelética.

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