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Kong, el monstruo que venció al gorila

El mito cinematográfico, con más de 80 años de historia, ha eclipsado a su referente real, un pacífico primate visto como una temible fiera

Cartel del remake de 1976.

El mito más poderoso del cine del siglo XX, el gorila gigante Kong, brilla de nuevo en el siglo XXI: tras la aparatosa versión de Peter Jackson (2005), llega "Kong: la isla Calavera" (actualmente en cartelera), una revisitación que distancia al monstruo de la leyenda de la bella y la bestia, a la que se hace mención explícita en la película de 1933, como relato sobre la redención -y rendición- de un ser salvaje, fuerte, cruel, celoso y vengativo por su amor hacia una hermosa joven (un personaje de la tragedia clásica, en suma), y lo arrima a Godzilla, el terrible reptil mutante hijo de la era nuclear (y de la ficción que nutrió), con el que, de hecho, se reencontrará en 2020 (ya se vieron las caras en una producción de 1962).

La fascinante entidad del gran gorila y su alargada sombra han eclipsado la naturaleza de su referente real, los gorilas oriental y occidental de las selvas africanas, y los ha investido de un halo de fiereza y peligrosidad al que no son acreedores, aunque lo parezcan por su estrategia defensiva: dirigirse con firmeza hacia el intruso o el enemigo, gruñendo, gesticulando y golpeándose sonoramente el pecho. Un macho adulto de gorila, un "espalda plateada" (así llamado por el tono cano que adquiere el pelaje del dorso a partir de los 9 o 10 años de edad), es, desde luego, un animal impresionante: puesto en pie mide un par de centímetros más que un español medio, 1.75 metros, pero posee la hechura de un culturista particularmente hipertrofiado, con un pecho muy desarrollado y unos tremendos brazos que alcanzan una envergadura de entre 2 y 2.75 metros. Y tiene una fuerza descomunal. Así que verlo trotar de frente, con cara de ogro, primero en posición bípeda, dándose golpes en el pecho al estilo Tarzán, y luego a cuatro patas, rompiendo ramas y arrancando hierbas a su paso, todo ello sin dejar de gruñir, es como para tener miedo. Sin embargo, por lo común se trata de un farol, una fanfarronada que persigue, precisamente, asustar al enemigo (o al rival) sin llegar al enfrentamiento cuerpo a cuerpo (que entre iguales llega a resultar mortal y también sería fatal para un hombre). Algo así como el haka, la danza de guerra maorí, que han incorporado los All Blacks, el equipo neozelandés de rugby, para intimidar a sus oponentes antes de cada partido. El problema con los gorilas se produce si la amenaza no surte efecto. Lo explica el grupo de científicos de la Universidad de Stirling (Escocia) que ha estudiado la interacción entre estos homínidos y el turismo enfocado a observarlos en la República Centroafricana: "Si nos acercamos en exceso a un gorila, éste envía múltiples señales de advertencia, como las que transmite a otros gorilas para mantener el orden interno del grupo y con los clanes vecinos. Si no hacemos caso a esa advertencia, porque no vemos en ella un peligro real, entonces sí puede llegar a producirse una carga completa. Y los gorilas pueden matarnos fácilmente", manifiestan.

Más allá de esa exhibición de fuerza y fiereza, que tal vez fue lo que inspiró la historia original a Merian C. Cooper, codirector del primer "King Kong" junto a Ernest B. Schoedsack, a su regreso de un safari por África, los gorilas son seres pacíficos, familiares y sociales (forman grupos muy estables y cohesionados). No obstante, su imagen está más vinculada a su fachada violenta que a su apacible intimidad. Un aspecto, por otra parte, privativo de los machos, en concreto del macho dominante en cada clan, que, en cualquier caso, no ejerce su mando con castigos, sino con autoridad: una mirada suya basta para corregir una conducta inadecuada en el seno del grupo y, habitualmente, también para disuadir a otro macho desafiante. La fuerza bruta es siempre un último recurso, pero, llegado el caso, el "espalda plateada" no dudará en utilizarla para defender a su grupo, sus protegidos.

El zoólogo berlinés (afincado en Estados Unidos) George B. Schaller, con sus investigaciones pioneras, que emprendió en 1959, y su libro "El año del gorila" (1966), y la primatóloga Dian Fossey, que se integró y convivió durante años con un grupo de gorilas orientales (su famoso libro "Gorilas en la niebla", de 1983, llevado al cine por Michael Apted, con Sigourney Weaver como protagonista, expone los resultados de esa convivencia), disiparon la leyenda negra del gorila como bestia violenta y sanguinaria, pero no lograron sobreponer la realidad biológica a la magia de la fantasía.

La mitificación del gorila para convertirlo en Kong lo desarraiga de su realidad biológica (convierte a un apacible herbívoro en devorador de hombres), etológica e, incluso, geográfica, pues la isla Calavera donde habita el gorila gigante se localiza en Indonesia, donde los únicos homínidos presentes son los orangutanes (los "hombres del bosque", en malayo), que divergieron de los grandes primates antropoides africanos hace más de 12 millones de años. No obstante, el mayor simio conocido, un "Gigantopithecus", sí vivió en Asia, aunque en su parte continental (entre China, India y Vietnam), y su aspecto era más similar al de un orangután que al de un gorila (un vínculo que reafirman los análisis genéticos). Además, su talla máxima apenas superaba los 3 metros, muy por debajo de los 15 que medía el primer King Kong (en realidad, una maqueta de 45 centímetros, animada fotograma a fotograma). Este gigante real pudo haber convivido con el "Homo erectus", ya que la fecha de su extinción se sitúa hace unos 100.000 años. Quién sabe si aquellos homínidos lo veían como un dios terrible al que temer y rendir tributo, como los indígenas de la isla Calavera, aunque, a juzgar por lo que se sabe de los "Gigantopithecus", éstos se asemejaban a los orangutanes actuales, tímidos y de vida retirada. El monstruo es una ficción del cine, un truco de efectos especiales, una pesadilla.

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