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LA MIRADA DE LÚCULO

El lado nada gourmet de la Casa Blanca

Desde Thomas Jefferson, que encargaba los vinos a Burdeos y tenía predilección por el parmesano, la presidencia americana ha sufrido una decadencia notable en cuanto a gustos culinarios

Luis M. Alonso

Mike Pence, vicepresidente electo de Estados Unidos, es la risión gastronómica por no hablar de otras cosas. Hace no demasiado tiempo celebró la nominación como candidato acompañado de su familia comiendo en un establecimiento de tex-mex de la cadena Chili's. Viajó a Nueva York en el jet que tiene a su disposición el gobernador de Indiana y, en vez de uno de los 18.000 restaurantes de Manhattan, eligió el extrarradio, Nueva Jersey, para ponerse morado de nachos y guacamole. Los neoyorquinos no se lo han perdonado y desde ese día Pence en Nueva York equivale a Paco Martínez Soria en Madrid para los cronistas satíricos de la Gran Manzana. "Son unos estirados", ha dicho Pence, dispuesto a seguir utilizando el avión privado para viajar, y, a la vez, no privarse de comer burritos. Donald Trump, que lo eligió por ser un hombre lo suficientemente sencillo y a la vez del establishment, debido a su dilatada experiencia en el Congreso, se apresuró entonces a darle la razón. Hay que tener en cuenta y sin que ello sea lo que más nos preocupa de su personalidad que el Gran Jefe Blanco que pronto se instalará en Washington tiene la hamburguesa como plato favorito. Trump, hay que decirlo, es un animal exclusivamente carnívoro.

El asunto gastronómico presidencial no ha hecho más que empeorar desde Thomas Jefferson, que encargaba las remesas de vino a Burdeos y se preocupaba en Monticello de la evolución de la viña. Los gustos culinarios del padre de la nación podrían encajar en cualquier ánimo gourmet. Tenía predilección por los macarrones, el queso parmesano, los higos, el ragú de ternera, los suflés, y las anchoas , todo ello fruto de sus viajes por Europa, pero también adoraba la piña, el jamón de Virginia, el cangrejo, el sábalo, las ostras, la perdiz, la carne de venado y el vino de Madeira. Lo que llegó después, salvo honrosas excepciones, fue manifiestamente peor. Abraham Lincoln, por ejemplo, era el paradigma de la austeridad si exceptuamos a John Quincy Adams que se alimentaba básicamente de galletas y agua. Lincoln tenía algo más de repertorio: manzanas, café, tocino, leche, miel y pollo. Mary, su mujer, llevaba un festín a la mesa, gelatina de lengua, foie gras, pavo relleno con trufas, y todo tipo de piezas de caza, carne de venado, faisán y pato. El Presidente se conformaba con un muslo de pollo.

El demócrata Andrew Johnson mejoró algo el perfil. Aficionado a los lácteos, ordenó instalar una lechería en la Casa Blanca para abastecerse. Le gustaban los patos, las castañas y las manzanas asadas. Theodore Roosevelt cultivaba en cierto modo un exotismo culinario que lo distinguía de algunos de sus predecesores. Además del pollo, el tocino, el hígado y el estofado de riñones, incluía en su dieta las huevas de sábalo, las carnes de caza, las ostras, la sopa de tortuga, el pudín de la India y una variada selección de tés. De la sopa de tortuga verde de Roosevelt a los espaguetis con albóndigas de Gerald Ford, el presidente que jamás ganó unas elecciones y que sus detractores acusaban de haber jugado al fútbol americano sin casco por su falta de reflejos mentales, hay todo un abismo gastronómico. Calvin Coolidge, el mudo, criaba pollos en un patio trasero de la Casa Blanca justo encima de la plantación de menta de Teddy Roosevelt. Aparte de los pollos y de la tarta de manzana no se le conocen otras apetencias culinarias dignas de destacar. Lyndon Johnson, como buen texano, prefería las barbacoas. John F. Kennedy no comía demasiado -a veces tenían que recordarle que era la hora de la cena- y su mayor afición era el chowder, la sopa de almejas característica de Nueva Inglaterra. Precisamente Dwight Eisenhower hizo famosa su sopa de verduras, y entre la correspondencia de la Casa Blanca se ha rescatado una carta que le envió Isabel II de Inglaterra con la receta de sus scones. Le gustaban los bollos para el té. Richard Nixon, que acabó comiéndose su orgullo cuando renunció al cargo a raíz del escándalo "Watergate", tuvo una última cena bastante sencilla en la Casa Blanca mientras millones de americanos brindaban: unas rodajas de piña alrededor de un plop de queso cottage, junto con un vaso de leche, servido en bandeja de plata. Por lo demás nada relevante. Como a Ford, que lo sucedió también le gustaban los dichosos espaguetis con albóndigas. Jimmy Carter, sureño, tenía el maíz como alimento principal de su dieta. Los sandwiches, la okra, el cerdo con salsa de barbacoa picante, estaban entre sus comidas predilectas. Su madre, que jamás se cansó de repetir lo desilusionada que estaba con el hecho de que el más tonto de sus hijos hubiera sido elegido presidente de Estados Unidos, desaprobaba también lo que comía. No le parecía interesante alimentarse de esa manera. Reagan, como Trump, era igualmente carnívoro pero lo que más consumió fueron caramelos de goma para quitarse de encima el hábito de fumar. Clinton y Obama, como Pence, son partidarios de los nachos, los tacos y el guacamole. Bush padre no pasaba de los perritos calientes y de las cortezas de cerdo, mientras que el hijo se atiborraba de huevos rancheros y de sandwiches de queso fundido. Supongo que lo seguirá haciendo.

Comprobar hasta donde llega la obsesión carnívora de Trump puede ser el próximo entretenimiento gastronómico de esta corte presidencial venida a menos desde aquel enólogo llamado Jefferson.

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