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RENOIR: Mujer es en la intimidad

Dos exposiciones, en Madrid y en Barcelona, nos acercan a la obra del gran pintor francés, con las mujeres como protagonistas

"La Promenade" (1870). // Museo Thyssen

No es habitual que dos instituciones programen simultáneamente y sin complicidad sendas exposiciones importantes de un mismo artista. Esta feliz circunstancia se produce en la coincidencia de las exposiciones que el Museo Thyssen Bornemisza, en Madrid, y la Fundación Mapfre, en Barcelona, presentan en este otoño. La primera -que después se podrá ver en el Museo de Bellas Artes de Bilbao- lo hace con el título de Renoir: intimidad, mientras que la segunda, tal vez más explícita, con Renoir entre mujeres. Del ideal moderno al ideal clásico.

En general, entre ambas no hay notables diferencias ni en el número de obras (alrededor de setenta cada una) ni en la presencia de un cuadro estrella: una de las versiones del óleo Baile del Moulin de la Gallette (de 1876) en la exposición de Barcelona (ciudad que ya lo había acogido en 1917) y Baños en el Sena (1869) en la de Madrid. De igual manera, coinciden en las fechas (acaban en enero de 2017) y ambas recorren la larga vida productiva de Renoir, trascendiendo con creces su etapa más conocida, la impresionista a la que pertenecen las obras citadas.

Dos exposiciones así son posibles por la condición prolífica del pintor francés, circunstancia que no le hizo mermar el alto nivel de calidad que supo conservar siempre. Otra cosa es si, cien años después, muchas de esas obras -especialmente las postimpresionistas- siguen diciéndonos algo. No cabe duda que el impresionismo fue el primer movimiento pictórico que rompió con la tradición figurativa iniciado con el Renacimiento.

Por primera vez -al menos de forma colectiva- un grupo de pintores tomaba una estética común que hiciese prevalecer la pincelada de color por encima del perfil estricto de la forma. Una revolución, naturalmente. Pero así como otros miembros del movimiento buscaron -y consiguieron- subvertir la forma (y, de paso, alterar la conformidad estética de una parte de la burguesía), incluso con representaciones que podían ir desde la incipiente industria o la variación de la luz solar (Monet), la naturaleza (Cézanne) o a conseguir unos perfiles casi perfectos (Manet), Pierre-Auguste Renoir casi nunca traspasó los límites del gusto burgués bien entendido. Incluso en las escenas de la vida cotidiana, prefirió la sensualidad y la belleza a la sordidez de la vida de las clases populares urbanas de su tiempo (sería impensable en él un cuadro como La bebedora de absenta, de Degas).

Y prueba de ello -y así lo define la exposición barcelonesa- después de diez años de etapa moderna, la impresionista, en 1881 regresó a las formas femeninas (desnudas, redondeadas) cuando ya apenas causaba escándalo que colgasen de las paredes de las casas adineradas de Paris. Un regreso a un estándar clasicista -recuperado de Ingres y de los maestros italianos del Renacimiento- que actuaba a manera de péndulo personal mientras buena parte de sus colegas coetáneos (Van Gogh, Seurat) incidían todavía más en la evolución hacia las vanguardias que verían la luz con el nuevo siglo.

En base a estas etapas, el Museo Thyssen Bornemisza ha organizado su muestra en cinco ámbitos: impresionismo, retratos, paisajes, escenas familiares y bañistas. Un rendimiento profesional -legítimo, sin duda- hacia los gustos de sus clientes, ya instalado el orden de la Tercera República tras la derrota frente Alemania y el susto de la Comuna de París. Unas obras -estas de bañistas y mujeres sensuales- que un siglo después aparecen un tanto desfasadas, tal vez porque -a diferencia, por ejemplo, del appel à l´ordre del Noucentisme catalán tras la fiebre del Modernismo- no buscaba una convergencia con el ideal grecorromano al ignorar las raíces mediterráneas.

Tal vez por ello, incluso muchas de las obras de su etapa rupturista aparecen hoy como edulcoradas e incluso los desnudos ya entonces aparecían desprovistos de cualquier provocación a pesar de su presunta condición hedonista y sensual. Recordemos que los impresionistas no trataron este género con la excepción de Degas, que los situaba fuera de cualquier voluptuosidad incluso cuando se trataba de escenas domésticas de baño o de pupilas de algún prostíbulo.

Todo ello ha llevado a una parte de la crítica posterior a restarle valor a Renoir por considerarlo cursi, modelo del gusto kitsch de la burguesía de su tiempo y apóstol de las mujeres edulcoradas por fuera y por dentro, tal vez para que las señoras de su clientes se sintiesen identificadas en sus volúmenes. Incluso los hubo que pusieron en duda el valor de dibujo. "Pomonas (por la diosa romana de las frutas) neumáticas" las calificó la novelista y poeta Marie de Heredia.

Renoir pasó su vida rodeado de mujeres: desde sus familiares (esposa, hijas) a las modelos pasando por todas aquellas clientas que frecuentó y retrató. Y al pintar a las mujeres se situaba -conscientemente o no- más en una dimensión de Rubens que no de los maestros que le habrían servido de guía. Pero frente a esas críticas, no podemos olvidar que Picasso -el supuesto iconoclasta que jamás rompió las formas humanas- también volvió a Ingres en los años veinte y homenajeó a Renoir y a Cézanne cuando, como pago por sus planchas de la "Suite Vollard", pidió sendos cuadros de aquellos pintores impresionistas. Por ello no es casual que en la exposición del palacio Garriga-Nogués de Barcelona se presenten algunos grabados picassianos.

Otra de las críticas que se le han hecho a Renoir se basa en considerar el papel subordinado que otorgaba a las mujeres en sus cuadros. Una visión que tendríamos que hacer extensiva -por simple coherencia- a todos aquellos artistas que privilegiaron el desnudo femenino y las escenas de mujeres por encima de las de ambiente masculino. Paradójicamente -opina Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen y comisario de la exposición que presenta- en su tiempo, Renoir no era feminista pero tampoco era misógino. Una condición no muy distinta a la de la mayoría de sus coetáneos, incluso los que eran y son tenidos por progresistas.

En favor de Renoir cabría defender que en su regreso al tradicionalismo -no tanto al clasicismo- supo tratar muy bien los volúmenes. Cosa distinta a que más de un siglo después resulte hiperkitsch a nuestros ojos. De alguna manera, cogió el camino de muchos pintores del siglo XX (Picasso, Miró) pero a la inversa: una vez había demostrado que podía alterar la dimensión figurativa (realista) de las figuras retratadas -es decir, una vez demostrada su modernidad-, regresó a los parámetros más academicistas.

Posiblemente, frente a la repetición de otros colegas coetáneos, Renoir entendió que el impresionismo ya no daba más de sí a partir de 1881 y por eso él mismo se llamó al orden. Pero tal decisión no dejaba de ir a la contra de las nuevas corrientes estéticas, incluso de aquellas que tomaban el impresionismo como pista de despegue: Van Gogh, Pissarro, Rousseau, el propio Cézanne.

También es cierto que cuando sus clientas parisinas le reclamaban retratos de aire moderno, Renoir conservaba el trazo impresionista (como en el caso del cuadro La Srta. Charlotte Berthier, 1883). Pero ya hacia finales de la década de los 80 en sus cuadros apenas quedaba rastro de su pasado moderno tanto en los paisajes, como en los retratos y en los desnudos.

Una adaptación en los cánones clásicos que siempre fueron la horma de Renoir. Tal vez por eso nunca se sintió cómodo en el impresionismo y su ruptura de la forma. Mientras esta corriente transformaba la realidad tangible en sensaciones mediante la hegemonía cromática por encima de los perfiles, de la forma, Renoir nunca abandonó la representación de la realidad gracias a los contrastes de la luz, la atmosfera y la densidad creada por los colores.

Y quizá por esa misma voluntad, fue uno de los mejores paisajistas de su tiempo. Y de igual manera, supo dominar la variedad de colores frente a las tonalidades oscuras que usaban algunos de sus colegas. Renoir fue un profeta de la felicidad, de la alegría, y como pocos, supo incorporarlo a su pintura. Más allá de la posibilidad de tomar el AVE entre Madrid y Barcelona, estas exposiciones serían buena excusa para recuperar la película Renoir, que Gilles Bourdos estrenó en 2012. Algunas frases puestas en boca de Michel Bouquet -en el papel protagonista- resumen el pensamiento del pintor: "Un cuadro ha de ser algo agradable y feliz" (mientras pinta a una joven modelo), "Toma lo que la vida te ofrece" (frente a la vista de unas mujeres desnudas posando en un riachuelo) o "El dolor pasa, la belleza permanece. Si no puedes entender esto, no entenderás nada", a su hijo Jean (el futuro director de cine) cuando se reenganchó en el ejército durante la primera guerra mundial. O como el mismo pintor resumió cuando decía que pintaba flores con el color de los desnudos y mujeres con la fragancia de las flores.

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