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LA MIRADA DE LÚCULO

Entierro apoteósico de la sardina

Proletarias de origen, en su plenitud no hay pescado que supere en suculencia a la sardina repleta de grasa que ahora se despide

Sardina con anchoa.

En su plenitud, no hay un pescado que supere a la sardina repleta de grasa, rechoncha como acostumbra a decir Nacho Manzano, chef de Casa Marcial, en La Salgar (Parres-Arriondas) y uno de los grandes cocineros de este país. Como la temporada de las sardinas reales toca a su fin, el otro día asistí a un entierro gastronómico de postín. Se trataba de probar un lomo sabroso protegido por la piel, a la brasa, con tuétano de vaca, remolacha y encurtidos que provoca entusiasmo en Manzano. El tuétano es uno de los grandes y delicados bocados grasientos de esta vida; junto a la sardina no dejaba de presagiar una especie de conjunción mágica. La remolacha y los encurtidos ayudarían a proporcionar la frescura, el contrapunto en el plato de Casa Marcial. Así fue: grandes honores al pez proletario que tantos asocian a la vulgaridad parrillera sin detenerse a pensar en su incomparable suculencia. Pero, además, hubo otras tres sardinas en la mesa de Casa Marcial: una minimalista pero rotunda en su definición, con anchoa; otra, habitual en el repertorio del cocinero asturiano, con hígado de rape, hierbas de las marismas y caldo de la propia sardina, y una cuarta, según el bautismo de Manzano, "canalla", de bistrot, con torto de maíz, cebolla, huevo de corral, y caldo de fabada para asaltarla más que para comerla plácidamente. Bingo. Una sinfonía de sardinas magníficamente dirigida, comparable al gran cuarteto de cuerda que abre el menú largo del restaurante de La Salgar: avellanas tiernas con salazón de anchoas y fruta escabechada; almejas al natural con licuado de perejil, gel de algas y granizado de su propia agua; una endibia con suero de leche, rúcula y esencia de naranja, que no resulta fácil de olvidar y unas fabas con verduras de verano, tan ligeras como delicadas.

La sardina es proletaria por su origen y precio, pero pertenece por méritos propios a esa alta aristocracia de la calidad marinera. Julio Camba escribió de ella que una sola sardina encierra todo el sabor del mar. El humo perfumado que se desprende de su contacto con las brasas me conduce de manera evocadora a orillas del Tajo, a escenas que cada vez se van viendo menos. En aquella Lisboa de noches cerradas y melancólicos fados en la amanecida de los garitos del Barrio Alto, había unas mujeres que ponían los braseros en las aceras y las esquinas de la Madragoa o la Alfama para asar algunas de las mejores sardinas que he comido en mi vida. Allí, donde las últimas varinas (vendedoras de pescado) llegaban con los cestos en la cabeza o a la altura de las caderas, se formaba después una deliciosa humareda que atraía a los paseantes hambrientos a las parrillas callejeras. La identificación de la sardina con los hábitos lisboetas ha traspasado fronteras y se ha convertido en un tópico que simboliza la ciudad de igual manera que los tendales en las ventanas de las casas. A unos portugueses, amigos, les gritaban los galopines en Túnez aquello de "Lisboa, Cascais, sardinha asada", cuando se enteraban de su procedencia, lo mismo que a mí me decían: "Español, sexo, drogas y rock and roll". Así es la vida.

Pero repito es en verano cuando la sardina, que hay que comerla muy fresca, adquiere relevancia, al resultar la carne más grasienta y sabrosa, de elevado rendimiento nutritivo. Al subir la temperatura del agua, aumenta también el plancton del que se alimentan las sardinas que gozan de un excelente apetito. Sobrealimentadas y con suficiente grasa, su sabor mejora considerablemente. El engorde, a veces de forma natural, otras forzado, de peces, aves y otras piezas resulta milagroso en la gastronomía. Una sardina que pringa el pan es un manjar. Por su tamaño y figura más o memos estilizado se conoce a las tres clases de sardinas ibéricas, empezando de grandes a pequeñas por la xouba, gallega y portuguesa, la más apreciada de todas para asar: llegan a medir hasta veinte centímetros. Luego están las sardinetas del Mediterráneo, que miden entre diez y quince centímetros y tienen un tamaño ideal para filetearlas y comerlas marinadas. Finalmente, las mariquillas, de entre seis y doce centímetros, que los andaluces utilizan para el popular espeto de los chiringuitos playeros y que empezaron ensartándose en una cañavera a finales del siglo XIX en un merendero malagueño.

La sardina más proletaria, insisto, cuando es fresca está buena asada -no lo olvide, con su tripa- pero también a la sal, cruda marinada, o en escabeche. De cualquier modo que se prepare, la cocción, tanto si es con fuego como con el limón del adobo, tiene que permitir que el pescado quede jugoso. Comer una sardina muy cocida es como tragar un pedazo de goma o, peor aún, un corcho. En Sicilia hay también una sagrada devoción por la popular y humilde sardina. Y de esa devoción han salido dos recetas magistrales: pasta con le sarde y sarde a beccafico alla palermitana, que paso a explicarles a continuación. La pasta (bucatini) con sardinas es probablemente el plato que mejor encarna la cocina siciliana. Es producto de la fusión en la olla de los sabores del hinojo silvestre con el pescado, el tomate, el aceite, las uvas pasas y los piñones. Sal y dulzura oriental a un mismo tiempo. El hinojo se cuece y en el agua de la cocción se hace lo propio con los bucatini. Parte del agua se reserva para la salsa que se prepara con el hinojo y la cebolla picados; se añaden las sardinas, cuatro o cinco anchoas pasadas por el grifo para desalarlas parcialmente; el tomate; las uvas; el azafrán y finalmente los piñones. Los pasta se revuelve en esa mezcla. Para el beccafico, las sardinas se abren y se rellenan con especias, piñones, uvas pasas, pan rallado, azúcar y ajo. Se rebozan en harina y huevo y se fríen. Un bocado inolvidable al comerlas recién sacadas de la sartén.

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