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Sepulturas de amor

Las tumbas y las historias de los más célebres amantes de la cultura europea

Si hay una frase relativa al matrimonio católico conocida por cualquier persona es la que pronuncia el celebrante a los futuros cónyuges: quedarán unidos hasta que la muerte los separe. Esta expresión -que hoy suele ser tomada con bastante ligereza- responde a la condición de indisoluble que el Derecho Canónico ha otorgado al sacramento del matrimonio a lo largo de siglos.

Pero más allá del estricto contrato -el matrimonio no es otra cosa, en el fondo- y de su caducidad una vez le sobreviene la muerte a uno de los cónyuges, el amor puede ser expresado y recordado más allá del tránsito. Un recuerdo -este de la muerte- que ha ido ligado estrechamente a la condición humana desde que a ella fue incorporada la conciencia de relación personal, ya fuese de pareja o familiar.

Tenemos testimonio de un enterramiento de pareja hace 6.000 años. En 2007, durante unas excavaciones en una villa romana cercana a Mantua, los arqueólogos hallaron los esqueletos abrazados de una pareja que pasó a ser conocida como "los amantes de Valardo", por el nombre del barrio donde fueron hallados. Actualmente, están custodiados -sin que los hayan separado- en un museo de aquella ciudad italiana. Los expertos consideran plausible que podría tratarse de una muerte ritual -la de ella- sucedida inmediatamente a la de él ya que entre los huesos de la mujer encontraron una cuchilla.

Si bien todas las civilizaciones ejercieron el recuerdo a los muertos, entre nosotros fue la cultura romana la primera en dejar constancia escrita de las cualidades de los difuntos. Buena parte de los estudios epigráficos sobre el latín se basan en inscripciones funerarias

La Edad Media europea propició una liturgia de la muerte que se manifestó -como ya lo hicieron civilizaciones antiguas- en la personalización de las esculturas. Tal vez la historia real más conocida de aquellos siglos sea la de Pedro Abelardo y Eloísa. En el norte de Francia, en el siglo XII, el pensador y teólogo Abelardo -ya célebre entonces- se enamoró de Eloísa, una muchacha más joven que él y a la que había recibido como alumna. Eloísa tenía una considerable formación intelectual y manifestó abiertamente su oposición a la institución matrimonial. Un tío de ella, Fulberto, contrario a tal relación, castró a Abelardo. Cuando este murió, fue enterrado en la escuela del Parácleto, cercana a Troyes, que había fundado. Y allí también reposó el cuerpo de Eloísa cuando falleció años después. En 1817 sus restos fueron trasladados al cementerio parisino de Père Lachaise, abierto en 1804, y en su recuerdo se hizo una capilla funeraria, obra de Alexandre Lenoir.

Más cerca de nosotros, y sin salir de la Edad Media, tenemos el caso de los llamados Amantes de Teruel, Isabel de Segura y Juan Diego Martínez de Marcilla. Ella, de buena familia; él, de menos posibles. Luego de enamorarse y ante la negativa del padre de ella, Juan Diego le pidió a la muchacha un plazo de cinco años para adquirir fortuna. Para ello, sirvió al rey contra los musulmanes. Vencido el plazo, el padre comprometió a su hija con un rico mercader. El muchacho regresó y cuando supo que ella se había casado, fue a verla a su casa y le pidió un beso, que Isabel le negó; insistió él, diciendo que moría, y ante una segunda negativa, cayó muerto. La muchacha se lo contó a su marido y llevaron el cuerpo de Juan Diego a casa del padre de él. Luego lo trasladaron a la iglesia de San Pedro para ser enterrado y entonces Isabel levantó la mortaja, besó el cadáver y cayó muerta. Fue así que los enterraron juntos, con la conformidad del marido. Historia presente en la literatura española desde Tirso de Molina a diversos autores románticos. Desde 1956 sus cuerpos yacen en un túmulo obra de Juan de Ávalos.

En la tradición gallega también tenemos el caso de dos amantes enterrados uno cerca del otro: cuenta el "Romance de Bernaldino e Sabeliña" que ella fue a buscarlo y lo encontró de paje de la reina; esta vio como paseaban juntos, ordenó que los matasen: "a ela entérrana no coro, a el entérrano no altare. Dela naceu una fonte e del un verde olivare". Este romance fue popularizado por Emilio Cao (Fonte do Araño, 1977) y por Luar na Lubre (Plenilunio, 1997).

En la Polonia del siglo XVII encontramos otra historia de amor que se prolongó tras la muerte de sus protagonistas. Una historia que enseguida se convirtió en leyenda. La versión más conocida dice que Stanislaw Oswiecim, un caballero de la corte del rey Wladislaw IV, tenía una hermana agnada, es decir del mismo padre, Anna Owiecimowie. Cuando la conoció, se enamoró de ella y gestionó una dispensa papal en Roma para poder desposarla. A su regreso ella había muerto, probablemente de fiebres tifoideas pero la voz popular quiso ver que podría haber sido envenenada por su madre o por un amante despechado. Stanislaw ordenó que cuando él muriese, lo enterrasen junto a la sepultura de su amada. Más allá de la leyenda, lo cierto es que en Krosno hay una capilla llamada de Oswicim, construída en 1647, que conserva sendos retratos de Stanislaw y Anna,pintados por Mathias Czwiczek en el mismo año. En cualquier caso, la leyenda fue tan conocida que ha generado diversas manifestaciones artísticas. Así, además de diversas obras literarias, el impresionante cuadro de Stanislaw Bergman Stanis?aw Oswicim ante el cuerpo de Anna Oswicimówna (1888), un poema sinfónico del compositor Mieczyslaw Karlowicz de la misma época y, más recientemente, la película Stanislaw i Anna de los directores Kazimierz Konrad y Piotr Stefaniak.

Una historia de amor que en los últimos años está adquiriendo popularidad es la de los amantes de Bausen, en el Aran. Hace un siglo, aquel valle permanecía muchos meses aislado a causa de la nieve. Dos primos, Francisco y Teresa, quisieron casarse y el sacerdote les obligó a obtener una dispensa de Roma. Costaba mucho dinero por lo que decidieron convivir sin casarse. Teresa murió en 1916 y el sacerdote le negó entierro en sagrado por ser una "pecadora". Sus convecinos de Bausen, entonces, construyeron un cementerio para ella, en un pequeño claro en un robledal a 800 metros del pueblo, que cerraron con una cerca de piedra. Cien años después, el recuerdo de Teresa está presente y en el centenario asistieron las principales autoridades aranesas.

En cambio, la memoria de los amantes por excelencia, Romeo y Julieta, ha permanecido en forma de obra literaria -la más conocida, la de Shakespeare- pero no en monumento funerario. En el Museo degli Affreschi de Verona, en el antiguo convento de San Francesco al Corso, se conserva un sarcófago de mármol rojo, vacío y sin tapa, que la tradición popular quiso hacerlo de Julieta. Durante el siglo XIX muchas personas -llevadas por la superstición- se llevaban fragmentos a manera de reliquias hasta que la entidad propietaria del edificio hubo de intervenir para evitar su total degradación.

Muchas han sido las sepulturas que alguien ha dedicado a la persona amada. Con mayor o menor resultado estético a tenor de las posibilidades dinerarias. Si hubo una princesa desgraciada en la historia española, ese fue sin duda Cristina de Noruega, esposa de Felipe de Castilla, hermano de Alfonso el Sabio. Es probable que muriese de melancolía a los treinta y dos años. Su marido el infante la hizo enterrar en la Colegiata de Covarrubias, de la que había sido abad antes de casarse.

Uno de los mausoleos más bellos de Europa, sin duda, es el de Ilaria del Carretto, conservado desde su origen en la catedral de Lucca. Ilaria provenía del linaje de los marqueses de Savona y su padre fue también marqués. Se casó con Paolo Guinigi, el señor de Lucca. Apenas con veinticinco años, murió en 1405 durante el parto de su segunda hija. Su marido encargó a uno de los principales escultores de la época, Jacopo della Quercia, una estatua funeraria. Fue su obra maestra y una de las mejores del Renacimiento italiano. Cuando en 1430 Guinigi fue desalojado del gobierno de Lucca, el mausoleo fue parcialmente alterado, perdiendo especialmente los putti, los pequeños angelotes o niños ornamentales; posteriormente, se pudieron recuperar y restaurar. Este mausoleo ha inspirado a diversos escritores tan dispares como Gabriele D´Annunzio, Salvatore Quasimodo o Pier Paolo Pasolini.

Más allá de la voluntad, muy común en los humanos, de mantener el recuerdo después de morir, las sepulturas que hemos visto desean manifestar el amor que alguien sintió por las personas cobijadas en ellas. Es la máxima expresión de la dualidad ya contemplada por los griegos entre eros y tanatos: el amor como generador de vida y la muerte como su fin. Y frente a la destrucción que la muerte significa, rendirle culto alivia en el dolor. Saber que somos mortales (el memento mori, recuerda que has de morir) nos prepara aunque sea de manera inconsciente. Sostenía el médico y pensador coruñés Roberto Novoa Santos la necesidad de aceptar la muerte de forma positiva puesto que forma parte (final) de la vida y que es inevitable.

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