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El bueno, el feo y el malo

El oso pardo, el jabalí y el lobo, las especies más mediáticas de la fauna del Noroeste peninsular, poseen una imagen estereotipada que refleja solo una parte de su realidad, pues ni el primero es un santo ni el último un diablo, y el aspecto desgarbado del suido es el de un triunfador

Jabalí

Oso pardo

Tótem y peluche

¿Para qué sirve un oso?, preguntaba el cineasta Tom Fernández en el título y en la trama de su película homónima. Por lo pronto, para vender "paraíso natural" y atraer visitantes a sus montañas. El oso es el símbolo por antonomasia de ese producto turístico y, en los últimos años, en paralelo a su buena evolución demográfica, que lo ha vuelto más fácil de ver, se vende ya por sí solo (la temporada alta está a punto de comenzar). Su gancho popular es innegable. Y antiguo; tanto como alcanzan las tradiciones folclóricas de los territorios oseros de Europa, Asia y Norteamérica, en las que aparece como una figura benéfica o, cuando menos, respetada. La sensibilización social hacia la conservación de la naturaleza, en las últimas décadas del siglo XX, afianzó esa visión positiva y convirtió al oso pardo en bandera de la protección del territorio. Aunque ya desde principios de siglo se había colado en la mayoría de los hogares en forma de peluche, el más querido, por encima de modas y de promociones publicitarias (su aparición se atribuye a un comerciante ruso afincado en Estados Unidos que sacó partido de un gesto benevolente del presidente Roosevelt -éste se negó a disparar en una cacería sobre un indefenso esbardo de oso negro-, decorando su escaparate con una caricatura del suceso acompañada por dos ositos de trapo elaborados por su esposa). El oso fue un animal totémico para los cazadores prehistóricos, que admiraban su fuerza y ansiaban enfrentarse con él para arrebatársela (tomando sus garras, su piel y otras partes del cuerpo como amuletos), y conserva un halo mítico, con ese mismo poso admirativo, matizado por su condición nacional de especie en peligro de extinción y por su insólita supervivencia en un espacio tan humanizado como la cordillera Cantábrica, muy alejado de las vastedades del Yukón y Kamchatka, las dos esquinas del Pacífico Norte donde el oso es el rey.

Peligro al acecho

La imagen benéfica del oso ha estado siempre ahí, pero ya desde el inicio del pastoreo ha tenido un contrapunto negativo. Es un gran depredador y, aunque de vez en cuando, caza ganado. Ovejas y terneros, sobre todo. No obstante, los daños del oso a la ganadería son muy escasos: menos de media res por ejemplar y año en la cordillera Cantábrica. También destroza colmenas, para comer miel y larvas de abejas, y entra en los cultivos de maíz y en los cultivos de manzanos. Igualmente, delitos leves. Lo que más ha afianzado su lado oscuro ha sido su potencial peligrosidad. Es un animal grande y fuerte, y en el cuerpo a cuerpo una persona no es rival para sus músculos, sus garras y sus colmillos. Sin embargo, no suele atacar, ni siquiera los grizzlies norteamericanos lo hacen, pese a su fama de agresivos. La casuística muestra que en el 95 por ciento de los encuentros fortuitos con seres humanos, el oso opta por la huida. Y cuando se enfrenta, lo habitual es que se marque un farol y cargue con intención de asustar sin llegar a atacar. Las agresiones son contadas. Otra cosa es que se defienda de quien intenta cazarlo. O de quien lo acosa, aunque sea con "buenas" intenciones. Es una de las razones que aconsejan una regulación adecuada del turismo osero, para evitar que se rebase una mínima distancia de seguridad y los animales se sientan incómodos. La proliferación de observadores y su tendencia a querer situarse siempre más cerca también conllevan una habituación a la presencia humana, lo que implica el riesgo de que los osos le pierdan el respeto. Un peligro que se asocia, asimismo, a la dependencia de la "comida basura", en sentido literal (vertederos); en Rumanía la mayoría de los incidentes con osos corresponde a ejemplares que frecuentan los basureros y están demasiado familiarizados con la gente.

Jabalí

El fuera de la ley

El feo de esta terna arrastra el sambenito de su descendiente doméstico, el cerdo, pobremente considerado a pesar de su extraordinaria importancia en la casa campesina tradicional y también en la sociedad urbana actual. De hecho, lo único que se valora del jabalí es su carne, y la forma de obtenerla, su caza. Su imagen social es la de una especie problemática, que destroza cultivos, prados, campos de golf y jardines, que se cuela, cada vez más, en los espacios urbanos (una circunstancia que se interpreta casi como un sacrilegio, como la vulneración de un ámbito sagrado), y que ocasiona accidentes de tráfico. Todo un fuera de la ley. Tal vez también esté tan mal visto porque ha hecho fortuna de la desgracia ajena, de la crisis de la sociedad campesina, sacando partido de la proliferación del matorral y la expansión del bosque, de la reducción de la competencia del ganado y de la abundancia de recursos derivada del abandono de su explotación por parte de los habitantes de los pueblos, como las castañas, que ahora se acumulan por toneladas en el suelo de los bosques y que poseen una importancia estratégica en la vida del jabalí, pues de su consumo depende, en gran medida, la mejor o peor condición física otoñal e invernal, y la aptitud reproductora de las hembras. Además, es un animal potencialmente peligroso, en particular las jabalinas con crías y cualquier individuo que se sienta acorralado, pues las primeras son muy celosas de sus pequeños y no dudan en cargar contra cualquiera que los amenace, sea animal o humano, y en el segundo caso el suido se abre camino a "navajazo" limpio con sus colmillos, como muchos cazadores han comprobado en propia carne (algunos de ellos no han vivido para contarlo). Esa percepción, junto con la inquietud que provoca su inesperada presencia en las ciudades, ha desatado cierta psicosis colectiva, un alarmismo desproporcionado, lo que no ha impedido las conductas imprudentes, de acoso, y éstas sí pueden acabar mal.

Superviviente

El jabalí no es un animal agraciado según los cánones de belleza con los que el hombre juzga y mide su aprecio hacia las distintas especies de fauna. El oso gusta, al margen de otras razones, porque es antropomorfo: plantígrafo, capaz de adoptar una posición bípeda y con los ojos en situación frontal. El jabalí no deja de ser un cerdo salvaje de pelo denso e hirsuto. Sin embargo, su fealdad oculta una perfección funcional, empezando por su jeta, una verdadera herramienta multiusos para detectar olores (su nariz, al extremo del hocico, posee un finísimo sentido del olfato), defenderse (los caninos inferiores hiperdesarrollados son armas temibles, sobre todo en los grandes machos, en los que miden hasta 20 centímetros) y desenterrar alimento (actúa como un buldózer para hozar el terreno en busca de lombrices, tubérculos y raíces). Su cuerpo, macizo, comprimido lateralmente y estrechado hacia los cuartos traseros, está diseñado para romper la maleza y avanzar por las espesuras más intrincadas, donde nadie es capaz de seguirlo. Y ecológicamente es un todoterreno, muy flexible en la selección de hábitat (aunque tiende a la cobertura forestal y de matorrales, que requiere para dormir, ocultarse y, las hembras gestantes, como paridera) y omnívoro (con preferencia por el alimento de origen vegetal y siempre atento a los recursos más accesibles en cada lugar y en cada momento). Además, tiene pocos enemigos, hombre aparte (al que, con todo, le cuesta cazarlo en cifras suficientes para contener su población); de hecho, sólo el lobo se atreve con los adultos, mientras que el zorro y el águila real hacen presa en los ejemplares de menos de un año (rayones y jabatos). Y se reproduce con facilidad, aunque las hembras solo tienen un parto anual (de cuatro o cinco rayones). Todo ello compone el retrato robot de un superviviente; no hay que olvidar que históricamente casi desapareció del noroeste ibérico y otras zonas de la península, y, a partir de los años sesenta del siglo XX, las reconquistó.

Lobo ibérico

Un malo de cuento

Incluso el lobo tiene un reverso positivo, aunque cuesta hacerlo ver. No obstante, su imagen como símbolo de la naturaleza salvaje cada vez cobra más fuerza y crece el "turismo lobero" orientado a seguir su rastro, oír sus aullidos y, con suerte, contemplar su estampa e, incluso, presenciar su rica conducta social o algún lance de caza. En ciertos lugares, como la zamorana sierra de La Culebra, hace tiempo que se ve al lobo como un recurso, y las salidas al campo detrás de las manadas, como una actividad positiva (rentable) para la zona. Ese camino se ha abierto en otras comunidades, pero aún muy tímidamente (también se ha inaugurado, en paralelo, una Casa del Lobo en Belmonte de Miranda, con un cercado en el que pueden verse ejemplares cautivos con la misma pretensión de hacerle un lavado de imagen al carnívoro). Más cuesta dar realce al papel ecológico del lobo como pieza esencial en la salud de los ecosistemas, como actor principal en el equilibrio de las poblaciones de grandes ungulados. La presión depredatoria que ejerce sobre jabalíes, corzos, ciervos y rebecos se traduce en un efecto moderador del impacto que éstos tienen sobre la vegetación al pastarla y ramonearla, y al mismo tiempo produce una selección positiva de los ejemplares más sanos y mejor dotados, lo cual beneficia a las respectivas especies. La influencia favorable del lobo en los ecosistemas de los que forma parte se ha constatado de forma inequívoca en Estados Unidos, en el Parque Nacional de Yellowstone, donde, tras 75 años de ausencia, la especie fue reintroducida en 1995. A partir del regreso del lobo, la excesiva población de wapitíes se redujo, se regeneró la vegetación, que en algunas zonas había desaparecido dando lugar a procesos erosivos, y se diversificaron los hábitats y, con ellos, la fauna. Además, los lobos están regulando la población de coyotes y, a través de las carroñas que dejan, están beneficiando a varias especies de pequeños y medianos carnívoros.

Atractivo salvaje

La imagen del lobo como un ser pérfido, taimado, feroz, asesino, forma parte de la cultura popular occidental, de su mitología y de sus fábulas. El Antiguo Testamento ya definía al lobo como una "criatura abominable y sanguinaria". Un perfil que tiene su origen en la enconada rivalidad del gran depredador con el hombre a partir del Neolítico, cuando nace la ganadería y las reses domésticas pasan a formar parte de su dieta (representan una fuente de carne tan abundante como fácil de obtener). Sólo mentar el nombre del cánido sigue desatando las iras de los pastores, que en otro tiempo (y aún hoy, furtivamente) persiguieron al lobo con saña, a fuego y veneno, y con la ayuda de alimañeros profesionales; en ciertas épocas, incluso bajo recompensa. Tal es el enconamiento de la sociedad rural con respecto al lobo que hasta le culpa de la crisis del campo en las áreas de montaña (en las que tiende a refugiarse en las regiones cantábricas): el abandono de las majadas más altas y de los pueblos, la reducción de la cabaña ganadera, la casi desaparición de las queserías de puerto... Además, se trata de un animal temido, si bien los casos reales de ataques a personas en nuestro ámbito geográfico se cuentan con los dedos de una mano (hay mucha mitología y mucha fantasía en torno a esa confrontación); el más conocido en España es el de Chantada, en Lugo, donde un lobo rabioso -esta circunstancia explica su conducta- se cobró la vida de 14 personas en 1881. Tan interiorizada y antropizada está la imagen maligna del lobo que incluso hemos ideado una criatura fantástica, el hombre-lobo, el licántropo, que saca lo peor de las personas sobre las que cae la maldición cuando se transfiguran en la bestia.

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