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LA MIRADA DEL LÚCULO

La reina roja del Mediterráneo

La reina roja del Mediterráneo

La gamba roja es, desde Palamós a Garrucha, un monumento gastronómico: en la boca equivale a una explosión de sabor marino con una concentración de yodo y sal inigualable. Pero requiere una especial anteción. No hay que perturbarla demasiado y sí portarse con ella delicadamente. Es sencillo: basta con cocerla lo más pronto posible para evitar que la cabeza, que carece de conservantes, se vuelva negra y hacerlo, además, de manera muy leve para que no endurezca.

Las gambas, por lo general, rojas o blancas, no soportan demasiado bien el calor, enseguida se convierten en corchos. Yo, particularmente, las prefiero levemente cocidas con un hervor en agua salada, pero a la plancha vuelta y vuelta, sabiendo controlar el fuego, tampo están nada mal. El contraste de los jugos dulzones que desprende la cabeza, al chuparla, con la sedosa y suculenta salinidad de lacarne de la cola es extraordinario. En extremidades superiores sólo la del carabinero compite en sabor. Luego están las preferencia, que si las de Dénia son especialmente finas y más dulces, que si las de Garrucha, que si las de Palamós. Estas últimas viven en un ecosistema de suelos rocosos mientras que las primeras adquieren su sabor especial por desarrollarse en un agua fría donde se juntan las corrientes y a más de 600 metros de profundidad.

Puestos a conferirle técnica al producto, Quique Dacosta puede que sea el sumo sacerdote pero para prestarle cuidados a la mavillosa gamba mediterránea pigmentada no se necesita un cocinero de postín. Todo consiste, ya digo, en no axfisiarlas. He comido buenas gambas y rojas y también he presenciado manipulaciones absurdas con ellas. En todos los casos mi voluntad se mantuvo ajena al despropósito. No tocarlas demasiado es, a mi juicio, la gran prioridad. Un tartare de gamba roja, por ejemplo, no tiene sentido. Con él se pierde bocado, textura y sabor. ¿Para qué acuchillarlas? Sin embargo, como sucede con otro tipo de riesgos, vivimos expuestos a cualquier cocinero desaprensivo partidario del ceviche de gamba, de la gamba nikei, de los matices picantes, del jengibre, los chiles, las limas o cualquier otro tipo de atentado contra la naturaleza de este ser maravilloso.

Todo en la vida tiene su momento. Suelo envolver las gambas en coco rallado cuando quiero freírlas en aceite de cachahuete y comerlas acompañando sabores cítricos. En Singapur, en los puestos callejeros ofrecen una especie de pasta tostada de gambas y guindilla fresca molida diluida en zumo de lima. En Tailandia hacen algo parecido y aunque nadie diría que está comiendo gambas el asunto no resulta del todo mal. Por contra, está bien. Es lo suficientemente excitante y exótico para cualquiera de esos dos lugares. En la Costa Brava o la Comunidad Valenciana habría que sospechar.

En Londres me aficioné a los bocadillos de gambas con mantequilla -juntas se encuentran bastante a gusto- pero jamás se me ocurriría prepararlos con gambas rojas de Denia. Hay otras variedades más indicadas que no por ello dejan de resultarnos finas. La gamba acostumbra a serlo. Recuerden, por ejemplo, las gambitas blancas cocidas para saltear al ajillo en aceite o los famosos cócteles, algo tan demodé que le hace retroceder a uno en el túnel del tiempo. Igual que son finas las gambas de Huelva, similares a los langostinos pero más pequeñas, que acompañan bien la manzanilla de Sanlúcar y el jamón de bellota.

En Estados Unidos, la gamba es probablemente el marisco más querido. Leí en alguna ocasión que sólo el atún en lata superaba su consumo. Las gambas del Golfo de México constituyen de hecho la principal actividad pesquera de las flotas de las dos Carolinas, Georgia y Luisiana. Los pescadores de Florida y de Alabama capturan varios tipos de especies tropicales que se diferencian por el color del caparazón antes de cocerlas. Son finas pero, naturalmente, bastante más insípidas que nuestra reina mediterránea. La gamba rosa se pesca a principios de primavera, la marrón de mayo a julio, y la blanca desde ese mes a noviembre. Las rosas y las blancas se crían en viveros que forman parte del paisaje cuando se recorre la costa.

En Savannah (Georgia), una de las ciudades que conserva mayor encanto del sur de Estados Unidos, un lugar que parece detenido en el tiempo y donde nació el compositor Johnny Mercer, autor de la letra de "Moon River", comí el famoso pastel, que elaboran en ocasiones con cangrejo y también con gambas blancas. Nuevamente, una manera de comer gambas renunciando a su delicado sabor, que se pierde en el potingue de nata en que las entierran. Con el gumbo, típico de Carolina del Sur y de Luisiana, ocurre exactamente lo mismo. Las gambas dejan de pertenecer a su propia naturaleza navegando en el caldo muy sabroso, por otro lado, que acompaña al arroz, provisto de carnes y otro tipo de mariscos, hortalizas, chiles y especias que se cuece lentamente durante horas. Nadie debería dejar de comer gumbo en el Golfo de México pero si lo que se pretende es disfrutar únicamente del sabor de las gambas lo adecuado es saltearlas simplemente en una sartén o cocinarlas en agua hirviendo o en la plancha. La sugerencia se podría extender a todo el marisco fino de estas características, quisquillas o camarones, cigalas, etcétera. A mayor finura, menor manipulación.

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