Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

LA MIRADA DE LÚCULO

Dos usos distintos de la gastrofobia

Dos usos distintos de la gastrofobia

Gastrofobia. Ahí tienen un palabro sujeto a distintas interpretaciones y, por tanto, versátil en sus múltiples cometidos. Dando por sentado que gastrófobo es todo aquel que guarda aversión por la buena mesa el mundo estaría lleno de gastrófobos, conscientes e inconscientes de ello. En la política existen numerosos y destacados ejemplos. También sucede al contrario, aunque de manera algo más tímida y selecta. No hace mucho escribí de lo mal que acostumbraban a comer algunos de los grandes tiranos de la historia, empezando por Mussolini, empeñado en librar a los italianos de la onerosa carga de la pasta. El Duce amaba el ajo y consideraba la cocina una fastidiosa pérdida de tiempo. O Adolf Hitler que, para gestionar de la mejor manera posible su propensión aerofágica, se alimentaba exclusivamente de caldos de verdura y puré de patatas.

El cultísimo periodista y escritor valenciano Antonio Bernabéu puso a George W. Bush como ejemplo de gastrófobo en el último libro suyo publicado, "Con la boca abierta". Se valía de la confesión de Paul O'Neill, antiguo secretario del Tesoro, que compartió con él manteles en Camp David. Contaba que Nancy, la señora de O'Neill, estaba sentada a la mesa junto al presidente de Estados Unidos, comiendo una sopa de pollo y fideos, además de sándwiches variados, cuando le preguntó qué tipo de platos eran sus favoritos de niño y cuál le pediría a su madre en una celebración. Siguiendo el relato de Bernabéu, Bush sacudió la cabeza y dijo: "Debes de estar bromeando. Mi madre nunca cocinaba, tenía las puntas de los dedos heladas; todo salía directamente del congelador". La madre, al parecer, tampoco puso nunca los pies encima de la mesa, apostillaba el escritor.

Apreciar la buena comida requiere un esfuerzo superior si a uno no le han educado como es debido en la diversidad alimentaria desde pequeño. Adolfo Suárez hubo un tiempo que se nutría de huevos fritos y de café. Por lo que he leído ninguno de los presidentes de gobierno españoles ha tenido un especial afecto por la buena mesa, aunque el déficit de conocimiento en la materia haya que considerarlo inferior al de su manejo de los idiomas extranjeros.

Naturalmente nadie espera encontrar en este país el caso de Miterrand, inspirado en esa liturgia francesa practicada por el poder de gobernar como es debido los estómagos. El 31 de diciembre de 1995, ocho días antes de su muerte, el expresidente, enfermo terminal de un cáncer de próstata, decidió reunir a unos invitados para disfrutar de la última comida de su vida. Ordenó que les sirvieran cuatro platos: ostras de Marennes, foie-gras de las Landas, capón asado y escribano hortelano, de cuya ingesta y mística ya he escrito. Normalmente y si se es afortunado en la vida se suele comer un hortelano, pero el presidente moribundo repitió, y los dos pajaritos fueron, según dicen, la última sensación en su paladar. Y en sus oídos, repicó con toda probabilidad la suave música de la que escribió Benjamin Disraeli, otro de los grandes hombres de estado gastrófilos.

Muy aficionado a los placeres de la mesa fue el canciller alemán Helmut Kohl. Colaboró con sus recetas en un libro del que es autora su primera mujer, ya fallecida, Hannelore, de soltera Renner. Le gustaba hablar de comida, para ello prolongaba las sobremesas oficiales y en sus discursos solía haber más de una alusión a los vinos servidos. En un banquete celebrado en Sevilla, siendo anfitrión Felipe González, dedicó una parte del brindis a comparar los vinos andaluces con los de su tierra, el Palatinado. Aznar le dio a beber Vega Sicilia en El Escorial, y esa misma tarde pidió visitar las famosas bodegas vallisoletanas. El expresidente de Gobierno popular, según contó el irrepetible periodista Luis Carandell, no supo corresponder en un viaje a Alemania al interés mostrado por su colega, cuando Kohl, para romper el hielo, le invitó a tomar una caña en la cervecería que frecuentaba de estudiante. "No bebo cerveza", dijo cortante el segundo hombre de esta historia con los pies encima de la mesa. Más corrida está la anécdota de una cumbre europea celebrada en Madrid, cuando el canciller alemán, al terminar el banquete oficial en el Palacio de Congresos, dijo a los que le acompañaban: "Ahora, vámonos a cenar".

Pero existen otras gastrofobias y gastrofilias -los palabros pueden llegar a ser como la goma de mascar- referidas a las manías y los afectos en ralación a la cocina. Entre las gastrofobias que me vienen primero a la cabeza está la insistencia de algunas casas de comida en utilizar el vinagre de Módena cuando no se requiere: es el caso, bastante habitual, por cierto, de los platos de cecina, una carne curada que se riega en determinados lugares con el popular aceto balsámico o, en otros casos, con aceite de oliva. ¿Tiene algún sentido? No lo busquen. Lo mismo ocurre cuando a algunos les da por presentar en la mesa los bocartes (anchoas) fritos acompañados de torreznos rancios de jamón, que sólo hacen proporcionarle al pescado fresco un sabor de ultratumba y un olor a calcetín usado. O la manía de añadir foie gras a todo aquello que le parece bien al cocinero. El foie gras por sistema, cualquiera que sea su calidad -frecuentemente no la mejor- es el paradigma en las cocinas de medio pelo, de lo que llamamos querer y no poder.

Podría extenderme -cualquier día de estos me pongo a ello- con una lista personal de los malos hábitos culinarios más corrientes, como es la reutilización abusiva de los aceites de las frituras o el empeño en servir la comida caliente en platos fríos, etcétera. Pero si hay algo absolutamente censurable son unas setas arrasadas por la capacidad destructiva del ajo. Empujado por circunstancias o los compromisos, he caído en lugares que por inexplicables caprichos de la vida tienen fama de cocinar bien los hongos. Y ha sido precisamente en ellos, buscando una especialidad que no se prodiga con el tacto y la delicadeza que debiera, donde me he encontrado con montañas de ajo frito, semifrito o cocido por encima de los platos de setas. Adiós perfume del bosque, adiós sabor. En cualquier comida condimentada generosamente con ajo sólo perdurará el sabor de éste. El ajo, en uso desmedido, acapara por sí solo otra fobia.

Compartir el artículo

stats