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LA MIRADA DE LÚCULO

Cuando la novia de Italia se hizo mamá

Cuando la novia de Italia se hizo mamá

Primavera, verano y otoño. En 1968, Sophia Loren era prisionera voluntaria de un apartamento en el piso dieciocho del Hotel Intercontinental de Ginebra. Los médicos le habían aconsejado evitar la fatiga, y su vida estaba centrada en la premisa de tener un bebé. A su vez, la novia de Italia buscaba la manera de reconciliarse con las mammas, que la consideraban una destructora de familias después de haberse casado con su mentor Carlo Ponti, el hombre que abandonó a la mujer con la que tenía dos hijos. Antes de ello, la Iglesia le había lanzado una amenaza velada de excomunión. Hasta el momento en que decidió su maternidad, Loren sólo la había experimentado en la película Dos mujeres (La ciociara), de Vittorio De Sica, el drama sobre una madre y una hija en la guerra, con que obtuvo un Oscar de interpretación.

Liberada de las obligaciones profesionales, se preguntaba qué hacer en los largos meses de su embarazo. Ella misma lo cuenta en uno de los recetarios más útiles y hermosos sobre la comida italiana, In cucina con amore (1970). En colaboración con su secretaria, empezó a cocinar y lo que al principio era un entretenimiento acabó convirtiéndose en una rutina. Desempolvó los recuerdos de la infancia, de sus viajes, las enseñanzas de los cocineros que había conocido, y las notas acumuladas en su cuaderno. Sus ocho mandamientos para preparar la pasta terminaron siendo una especie de tabla de la ley en un país que guarda centenares de registros sobre este particular, de abuelas a madres, en su inmenso acervo culinario. Sin embargo, la Loren pasó a ser una cuoca de referencia. El otro día me acordé de algunos de sus platos viéndola, aún bellísima, a sus 81 años, en Voce Umana, la película de Edoardo Ponti, con guión de Erri De Luca, basada en la obra de Jean Cocteau.

In cucina con amore es el inicio de una segunda época bellísima de la actriz tras el desengaño que los italianos sufrieron con ella. Es también el libro de una madre que habla el lenguaje que Italia quiere escuchar en cualquier momento del día: el de la comida. No conozco en este mundo a nadie tan aficionado a conversar de alimentación como los italianos. En su recetario, Sophia manejaba el lenguaje que la acercaba a su pueblo y que cambiaría el concepto sobre su controvertida figura, pasando de novia a madre. Sin renunciar a las curvas de su cuerpo perfilaba las espirales del espagueti; ella mismo dijo con simpatía familiar que sus formas mareantes se debían precisamente a la pasta. Pero no sólo hay fotos de la diva, recuerdos -el día en que su madre la llevó por primera vez a beber leche de cabra recién ordeñada en el paisaje crepuscular de la guerra- y pasta en In cucina con amore, también sopas, la fórmula más apetecible del vittello tonnato, risotto milanés, diversos platos de berenjenas, entre ellos la caponata, etcétera. Además hay pasta, sí, mucha pasta, incluso la que sigue elaborando en cadena Giovanni Rana.

Barilla, como es el caso de Rana en Verona, fabricó pasta toda la vida pero en Parma. Su publicidad en Italia fue durante mucho tiempo Dove c'è Barilla, c'è casa (Donde está Barilla, estás en casa), queriendo transmitir que la pasta, más allá del alimento, es algo que tiene que ver con las raíces, el hogar, la italianidad, en suma. Y así sucede. Los italianos amasan y cuando no tienen tiempo para ello, que empieza a ser lo habitual, compran la pasta en el mercado, donde se pueden encontrar diferentes clases. En primer lugar, las pastas secas de sémola de grano duro, que son las que mejor se conservan almacenadas en buenas condiciones. En segundo lugar, las mismas pastas secas de trigo duro y huevo, que pueden ser en cintas o de relleno, como los ravioli y los tortellini. Luego están las pastas frescas al huevo, que se conservan poco tiempo y deben consumirse a la mayor brevedad. Estas últimas se adquieren en las panaderías, hechas en el momento para el inmediato consumo. Campofillone, La Pasta di Aldo, De Cecco, Rummo, Di Martino, Voiello, Garofalo o cualquiera de las que se producen en los pastificios de Gragnano, la localidad napolitana más señera de la pasta, son marcas que distinguen el producto. La cocción -el tiempo depende del tamaño y anchura de las figuras- es importante que se haga en mucha agua. Tres litros hervidos aproximadamente por cada cuarto de kilo de pasta. El agua hay que salarla bien, y el punto de acabado está en el dente, es decir, que su textura resulte compacta al morderla. ¿Y las formas? Hay más de trescientas: figuras, cintas y tubos. Las grandes, como los pappardelle, los rigatoni o los tortiglioni, son buenas para comer con caza, salsas densas, intensas, cocidas a fuego lento. Los espaguetis, tallarines, linguini o trenette (fettuccine) admiten mejor una salsa ligera o los mismos aromas del aceite o del ajo. Pero dentro de estas formas finas y alargadas se encuentran también los capellini (finísimos como cabello de ángel), los fedelini (algo más gruesos), los spaghettini (ligeramente más finos que el espagueti), los vermicelli (tamaño intermedio entre los fidelini y los espaguetis), los bucatini (huecos, utilizados con salsas o ragús gruesos y potentes, tipo caza), los perciatelli (similares a los bucatini), los fussilli lunghi (alargados, pero con forma de tirabuzones) y los ziti (igualmente huecos).

Los acompañamientos son mejores unos que otros en función de la propia consistencia de la pasta. Por ejemplo, cualquier cocinero italiano le dirá que unos ravioli rellenos lo único que requieren es un chorro de aceite o una mantequilla con salvia, en último caso, una reducción de tomate. Los tortellini al burro di salvia, bien preparados, son una obra de arte indiscutible. La boloñesa es una salsa suprema. Yo diría que se trata de la salsa de todas las salsas tradicionales. Este tipo de ragú conviene hacerlo a fuego lento durante horas, con paciencia infinita, de manera que los sabores y, sobre todo, los perfumes sean lo suficientemente concentrados para que uno pueda comer apenas con haberlo cocinado. Personalmente le agrego a la boloñesa una pizca de canela, que contribuye a engrandecer su aroma. La boloñesa va muy bien con las pastas largas (cintas), pero también resulta estupenda con unos macarrones. La amatriciana, con tomate, tocino y salchicha, se adapta perfectamente a las pastas largas, lo mismo que la napolitana, perfecta para comer unos espaguetis, que encontrarán igualmente un buen refugio en la vongole (almejas) o cualquiera de las elaboradas con fruti di mare.

Sophia Loren sabía que para reinar definitivamente en el corazón de las italianas debería hacerlo primero en su estómago. Por ello se puso manos a la obra en Ginebra, un lugar que no parece el más apropiado del mundo para emprender un curso intensivo de la cucina de la nonna. El libro sigue teniendo una digestiva y agradable lectura.

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