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CRÓNICAS GASTRONÓMICAS

México, tacografía, tacopedia y demás

México, tacografía, tacopedia y demás

Sueño con la cocina del golfo de México. No me canso de repetirlo, es especial. Tanto en una como en otra orilla. En el norte, Nueva Orleans, y en el Sur, Campeche. Los campechanos tienen el dicho de que hay dos cosas en Campeche que causan sensación: el pámpano en escabeche y el pan de cazón. El pámpano es un pez atlántico con forma de torpedo, de cuerpo ovoidal, tirando a gris azulado, su carne es muy apreciada. En Nueva Orleans, hace años, mucho antes de que el "Katrina" carcomiese su esqueleto, lo probé en Antoine's, el legendario restaurante de St. Louis St., preparado en papillote, con gambas, ostras, cebollino y una crema muy suave de champán. Del restaurante La Pigua, en Campeche, Malecón Miguel Alemán, en la ciudad amurallada, tengo el mejor recuerdo de los camarones con coco, de los empanizados (camarones empanados), de los chiles rellenos de cazón, del propio pan de cazón y de los calamares rellenos.

Pero el maíz es el gran protagonista de las mesas del sur del Golfo México. Y, como es natural, de la práctica totalidad del país azteca. Me desesperan las colas y casi nunca las he guardado salvo allí y de manera paciente para poder comer las mejores quesadillas de chorizo y queso en Oaxaca, las tortillas de una especie de botiquín en D.F. que en la actualidad no sabría localizar, los chilaquiles callejeros de aquí y de allá que tampoco podría seguramente volver a comer porque con los años he ganado en comodidad y torpeza. El taco y ciertos antojitos no resultan asequibles sin embadurnarse, es decir si uno no es capaz de observar cierta técnica, sencilla pero indespensable. Hubo un tiempo en que cultivé la tacografía mexicana lo mismo que la tacopedia para distinguir un totopo (nacho), una quesadilla, una tostada, una gordita, una sincronizada y aprendí a encontrar la diferencia entre un tamal y una hallaca, ésta última tipicamente venezolana lo mismo que la arepa. También me hice cierta composición de lugar sobre los estados y sus especialidades. Por ejemplo, los tacos de chicharrón de Querétaro, o los de gusanos magüey y de chinicuiles, de Hidalgo. No se me rajen.

En México se viene produciendo desde hace un tiempo una nueva revolución, esta vez, gastronómica, que combina los extraordinarios vegetales, el arte de las botanas (tapas), los pescados y los mariscos. Mónica Patiño, en México, D. F., y Bricio Domínguez, en Guanajuato, son exponentes de una vanguardia que busca impresionar al comensal además de alimentarlo. Un clásico, también en D. F., es Águila y Sol, de Marta Ortiz Chapa. Sin olvidarse, claro está, de Enrique Olvera, de Pujol, en la capital, donde también ofician Jorge Vallejo, en Quintonil, o Edgar Nuñez, en Sud 777.

Dicen los capitalinos que en México, D. F., hay tres visitas inevitables: el Palacio de Bellas Artes, el Museo Antropológico y la Fonda el Refugio (Liverpool, 166, Colonia Juárez). Entre manchamanteles y moles poblanos, en este lugar y en otras cantinas de renombre se había forjado Tom Sorensen cuando lo conocí y traté en las noches madrileñas de los ochenta del siglo pasado, en compañía de toritos (tragos de tequila) y fuentes de chilaquiles. Sorensen tenía una doble personalidad musical. Con el saxo quería ser Dexter Gordon y cuando se ponía al flamenco, bajo el apelativo artístico de Castorcito, sacaba de la guitarra un buen partido, aun siendo de Illinois. Junto a él recorrí hasta la última cantina de Madrid, cuando la capital del país era todavía aquel poblachón manchego lleno de mesones castellanos y restaurantes gallegos, pero sin apenas cocina internacional. La oferta mexicana se reducía a media docena de establecimientos bien seleccionados por mi amigo americano. Ahora en cada rincón hay una cantina o una franquicia especializada en antojitos, bien es cierto que la mayoría de ellas, prescindibles. No es que la cocina mexicana no sea buena, que lo es, y también una de las más ricas. El problema es que lo que generalmente se ofrece por comida mexicana no pasa de ser, al cambio, un surtido de atractivas tapas.

Los tacos de pastor, nachos con guacamole, las enchiladas, los chilaquiles, las quesadillas, las fajitas, los burritos, los tamales y la chalupas son ya familiares para la mayor parte de los españoles, pero sólo con ello seremos incapaces de cerrar el círculo. Otra cosa distinta es Punto MX, exponente de la mejor cocina mexicana fusionada en la capital, sus panuchos de cochinita pibil, el chilé ancho relleno de frijoles o el tuétano a la brasa.

Pero quedan por promocionar algunos de los platos tradicionales de altura, que sólo se ofrecen en pocos y escogidos lugares. Que yo sepa, entre ellos, El Chaparrito y Las Mañanitas, en Madrid. Uno es el chile en nogada. Los pimientos poblanos, además de ocupar un lugar discreto en la escala Scoville, son carnosos, muy oscuros y buenos para rellenar. Se tuestan, se envuelven en plástico y a la media hora se desvenan, se les quita la piel y se lavan. Se abren con cuidado. El relleno se hace en una sartén donde se fríe ajo, cebolla, cortados finos, carne picada de ternera o cerdo, puré de tomate verde (jitomate), pasas, almendras peladas, también picadas, como las siguientes frutas: manzana, pera, plátano macho y durazno. Se sazona con sal y pimienta y se cuece hasta que espese. Luego se deja enfriar para que tome sabor. Los chiles se rebozan en harina y huevo bien batido y se fríen en abundante aceite. Para la nogada, una salsa delicadísima, hay que tener las nueces dos días antes escurridas en agua y leche. Molerlas luego en leche, una copita de oporto y algo de queso de cabra. Los chiles se recubren de esa salsa y con granos de granada y perejil, verde y roja, como los colores de la bandera nacional. El mole poblano, que acompaña al pavo o a cualquier otra ave, lleva también pimientos pasilla, chipotle, chocolate, clavo y canela, es otro de los grandes clásicos.

Un día de estos nos dedicaremos a la bebida, por si hacen unas margaritas, un buen tequila, incluso algo de mezcal. En resumen, una sincronizada del trago.

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