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LA MIRADA DE LÚCULO

¡Cien ostras! para el titán de la novela

Balzac era excesivo en todo: el trabajo, los gastos, el ayuno y también la glotonería

¡Cien ostras! para el titán de la novela

Balzac fue un titán. A él se debe La Comedia Humana, el más grande proyecto narrativo de la historia de la literatura. Si se hubiera empeñado en el Larousse Gastronómico también lo habría escrito y, además, mucho mejor. Admiro a aquel pufista, bon vivant, que sabía encerrarse dieciocho horas seguidas a escribir, gracias a la carburación del café -medio centenar de tazas al día- y el plato de porcelana de cuatro patas, alimentado por el calor de la estufa, donde hacía las tortillas esponjadas separando minuciosamente la clara del huevo de la yema.

En su obra, la comida y sus ingredientes resultan esenciales, forman parte del dramatismo de la ficción. Para comprobarlo sólo hay que repasar algunas de las páginas de Eugene Grandet o El primo Pons, por poner sólo dos ejemplos. En realidad no hay novela suya donde la mesa no ocupe un lugar destacado. Por ejemplo, recuerden, quienes hayan leído esta última, a Pons cuando exclamaba "¡Oh Sophie!", acordándose de la cocinera del conde Popinot, y Balzac destacaba que cualquiera que hubiera oído ese suspiro habría imaginado que el pobre hombre estaba pensando en su amante. Sin embargo, se trataba de algo mucho menos frecuente, ¡de una carpa bien carnosa, acompaña de una salsa clara en la salsera, espesa gracias a la gelatina como ninguna otra en el paladar!

El autor de La Comedia Humana era un gourmand, de igual modo que también era un escritor maratoniano obligado por las deudas que, debido a su tren de vida, contraía y sus amantes no le cubrían. Digamos que Balzac era excesivo en todo, en el placer y en las obligaciones, un hombre dispuesto a vivir y crear con una intensidad que pudiera parecer desacompasada con el tiempo que le tocó lidiar. Abría de par en par las puertas de los restaurantes parisinos al grito de ¡cien ostras!, que se comía porque el crédito, en los establecimientos donde no pagaba la cuenta, era para él que el champaña burbujease al mismo tiempo que su reputación de gran cliente. La prosperidad de los restaurantes como el parisino Palais Royal se debía, a su juicio, a los clientes que no pagan. Son ellos, decía, los que verdaderamente conocen la calidad de los platos que allí se sirven. "Saben cómo abrirle el apetito a aquellos que no aciertan a ordenar una cena, pero sí a pagarla". Balzac era consciente de que en las pequeñas casas de comida el crédito no existía, pero sí en los grandes establecimiento que él frecuentaba. "Allí ya han descubierto lo que hace ganar un hombre de consumo que no puede pagar una cena de veinte francos". Lo llamaba el desvío productivo. "Conozco dueños de restaurantes que estarían dispuestos a pagarle algo a usted, para que se quede sentado todo un día en una mesa, llamando a los camareros. Su silueta alienta al pasivo o reducido apetito de los paseantes que lo ven por la vitrina, y se sienten invadidos por un hambre incontrolable".

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En admirable retablo social de época que escribió se encuentran: El arte de no cenar nunca en casa, sino en la de otros y El arte de no dejarse engañar por los bribones, además de Tratado de la vida elegante, El arte de ponerse la corbata o El arte de dar una cena y cortar carne. Algunas de estas obritas, auténticos manuales de autoayuda, tienen que ver con la imposibilidad de no adquirir deudas. Si le hubiese tocado vivir hoy habría escrito sobre las hipotecas. En su manual para pagar deudas sin gastar un céntimo contaba que entre los acreedores también existen personas sensibles que terminan por atarse al deudor, "sobre todo al deudor que nunca les ha pagado nada".

Pero no se trata simplemente de una broma literaria, algunos héroes de sus novelas, De Marsays, Rastignac, Mercadet, defenderán muchas veces las tesis del autor de que la ausencia de deudas o las deudas pequeñas dan al individuo un talante ahorrador, mientras que las deudas cuantiosas lo tornan derrochón y perdulario. Stefan Zweig, el mejor biógrafo de Balzac, cuenta cómo con cien francos al mes, el escritor le daba siete veces la vuelta entre los dedos a cada moneda antes de gastarla. Con setenta mil francos, cantidad para él astronómica, lo acostumbrado era contraer algunos millares de francos más de deuda. "Mientras más deudas se tienen, más crédito se tiene; mientras menos acreedores se tienen, menos ayuda se puede esperar", era uno de sus aforismos manejados. Y, sin embargo, Balzac derrochaba dinero a la vez que esfuerzo titánico. Trabajaba como un cabrón. Horas y horas para entregar al impresor los textos que le permitían seguir endeudándose. La deuda, tan de actualidad, ha sido el hilo conductor de la novela francesa decimonónica, tanto en lo que atañe a la ficción como en lo que se refiere a los escritores o quienes formaban parte del entorno. A Madame Bovary la hundieron los pufos, no el adulterio, en la gran novela de Flaubert. Alexandre Dumas, otro amante de los placeres y del lujo, no podía hacer frente al tren de gastos que llevaba. A muchos otros, por iguales o distintos motivos, les pasaba lo mismo.

Balzac, cuando descansaba del atracón de las cien ostras y del champaña, se refugiaba en los rillons (chicharrones) de su tierra, Tours, y el vino de la vecina Vouvray, pero mientras trabajaba, ayunaba. Apenas se alimentaba de unas peras, un muslo de pollo. Entonces el hombre no comía, pero sí el autor que se resarcía de su ayuno haciendo gourmets a muchos de los personajes de sus novelas. Los restaurantes aparecen en su comedia humana como si fuese la Guía Michelin, pero detestaba a los chefs parisinos. Devoto de la cocina auténtica, su ideal eran ingredientes frescos sin especias o salsas complicadas. Recogía hortalizas directamente de la huerta, criaba aves de corral que le gustaba cocinar a fuego lento durante horas, como lento es el placer que legó con su monumental obra.

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