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La mirada de Lúculo

La grandeur en la vieja escuela

Cinco mil años de cocina y de guisos olvidados y desatendidos nos contemplan

La grandeur en la vieja escuela

Pese a todo lo que me disgusta de Francia, no consigo que me caigan mal los franceses. Al contrario, aprecio y defiendo muchas de las cosas que mantienen en pie contra viento y marea. Soy capaz, incluso, de reverenciar algunas. Por ejemplo, entiendo que su obsesión por el sencillo acto de comer ha hecho del mundo un lugar mejor. Del mismo modo que el apego a las grandes tradiciones y a los objetos más cursis les hacen parecer a veces miembros de una especie en extinción en un escenario demodé, en otras ese decorado resulta una especie de soplo de aire fresco, tierno y conmovedor, frente a maneras mucho peores de organizar el tiempo.

Francia es el único país del mundo que reúne en su gloriosa tradición, junto a los platos regionales, la cuisine bourgeoise, desde el mismo momento en que la Revolución de 1789 empujó a los cocineros de los aristócratas exilados o guillotinados a abrir sus propios negocios al público. En Italia, la pasta como amalgama de conceptos ha significado la unificación nacional, el gran salto de Pellegrino Artusi. En otros sitios del mundo occidental, en cambio, son dos, a lo máximo tres especialidades locales, las que han trascendido y forman parte unitariamente del destino culinario. Pero la verdadera cocina burguesa, o, al menos, lo que tendría que entenderse por ella, sólo existe al norte de los Pirineos. Me refiero al recetario amplio y diverso que todavía mantienen algunos bistrots franceses ajenos a la extendida moda de decorar el plato con una docena de ingredientes inasociables, con la pretensión de hacernos creer que la cocina es fusión o minceur en vez de guiso. Obviamente en Francia también proliferan ese tipo de establecimientos que ofrecen de comer cosas tan anodinas e insípidas como pomposas en los enunciados de sus menús, de manera que uno es incapaz de distinguir si está comiendo en Poitiers, en Singapur o en Valladolid.

Aunque igual que otros, sitiados por la globalización, los franceses, por su empeño en ser diferentes han sabido, sin embargo, preservar y preservarse en sus reductos culinarios. Me resulta, por ejemplo, mucho más fácil encontrar unos rognons de veau Bercy en un restaurante francés que, su equivalente, los riñones al jerez, en uno español. O un blanquette de veau, pese a su laboriosidad, que una ternera a la jardinera como es debido. En Francia, la gran cocina burguesa de siglos ha promovido la familiaridad de platos que nadie en cualquier otro lugar prepararía salvo en las grandes celebraciones. Ni que decir tiene la mayoría de los restaurantes de alta cocina, entretenidos en ofrecer bocados vistosos decorados con rebanadas y rayas flotantes a mayor gloria de la modernidad, nunca de la posteridad. Si quieren un ejemplo de lo primero fíjense en el solomillo Wellington, untado de foie gras con su duxelle de setas, envuelto en pasta, acabado al horno y salseado con una perigourdine. ¿Quién tiene los dídimos de dedicarse hoy a ese tipo de cosas? Únicamente nuestros vecinos, los franceses.

En La Rochelle se come en las más modestas tabernas la mouclade, que consiste en abrir unos mejillones al vapor y reservarlos sin la concha. Después se les agrega un sofrito de cebolla en aceite, al que se incorpora mantequilla, algo de harina, el caldo de la cocción de los mejillones, y, finalmente, un poco de curry y nata, hasta ligarlo todo bien.

Otra de las habituales especialidades marineras, no ya sólo de La Rochelle, sino de otros puertos atlánticos, es la chaudrée, una sopa que se prepara con trozos de congrio o anguila, lenguados pequeños o gallos, rayas cortadas a pedacitos y jibiones sin las bolsas de tinta. Los pescados se ponen en una olla grande con una cabeza de dientes de ajo, un ramillete de hierbas (perejil, romero, tomillo y laurel), sal y pimienta. Se vierte encima una botella de vino blanco hasta cubrir el pescado. Si es necesario se agrega algo de agua. Después de un primer hervor se deja cocer a fuego lento durante 25 minutos. Se acompaña de pan negro untado de mantequilla, blanca o roja, según gustos.

¿Se imaginan por un momento esta manera de complicarse la vida en nuestros restaurantes dispuestos al adocenamiento con el carpaccio para todos, que les sirve el distribuidor prácticamente ya emplatado? Las calderetas, los guisos, por lo general, están en desuso, y de la tradición sólo se mantienen de vez en cuando rarezas como los callos, por su, digamos, ductilidad para manipularlos en las cocinas.

En un bouchon de Béziers, no hace mucho, elegí entre los platos del día pieds et paquets al estilo provenzal, algo que por su laboriosa preparación debería hacer que se iluminasen los ojos de quien los observa en una carta. Los pieds et paquets son patitas de cordero y tripas del mismo animal cocinados largo tiempo, doucement, con vino blanco, tomate, cebolla y albahaca. Hacerlos hoy en día significa oponerse al mediocre sentido común que proponen por lo general las casas de comidas. Mucho trabajo y escasa rentabilidad. Naturalmente trae más cuenta la fusión preelaborada, los platos monos bien montados, con brotes y germinados, con reducciones de jugos y salsas incomestibles y absurdas.

A estas alturas no me importa ser tachado de dinosaurio gastronómico, tampoco me cuesta por tanto reconocer que admiro a quienes se preocupan de ciertos asuntos pasados de moda. Un coq au vin, un lenguado meunière, el boudin blanc, las anguilas en persillaide, unas quenelles de lucio en salsa o una tête de veau, careta de ternera liada con la lengua, los sesos, cocinada a fuego lento en su caldo corto y servida con la vinagreta (ravigote), forman parte de la leyenda de la vieja escuela francesa. Platos admirables como nuestros calamares en tinta o la pepitoria de pollo. Desde luego, platos que perdurarán en el recuerdo, infinitamente más evocadores de los que hoy se cocinan y mañana se olvidan porque sus enunciados llenos de pedantería sólo adquieren el interés del momento, a veces ni eso. Entre todos nos hemos encargado de tener siempre la despensa repleta de cocineros famosos y mediáticos que posiblemente nadie evocará en el futuro por sus creaciones universales.

"El descubrimiento de un nuevo plato es de más provecho para la humanidad que el descubrimiento de una estrella", escribió Brillant-Savarin. Pero es fundamental saber lo que uno come; el mundo culinario se divide entre los grandes platos y las pequeñas insinuaciones o disfraces. Jöel Robuchon, uno de los últimos padres de la cocina francesa se refirió a ello con claridad: "Si uno mata un pollo y cocina un pollo, tiene que saber a pollo. La ternera, a ternera. Es necesario poder identificar lo que se come. Mi peor experiencia fue cuando no lo pude hacer. Resultó ser un desperdicio".

Tengan un buen 2016 de comidas y bebidas. Pero sepan que, por mucho frufrú y estrellas en el firmamento gastronómico, 5.000 años de cocina y guisos desatendidos nos contemplan, y que sólo el gran Rabelais citó sesenta maneras distintas de preparar los huevos.

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