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La mirada de Lúculo

En realidad, me importa el rábano

El castellano otorga escasa relevancia a una de las raíces comestibles más versátiles tanto para comer crudas como para acompañar guisos

En realidad, me importa el rábano

No conozco a nadie dispuesto a comer un bledo pero sí un rábano, que en la lengua castellana tienen la misma importancia por haberlos considerado alguien alguna vez en la vida demasiado irrelevantes. "Me importa un bledo", "me importa un comino", "me importa un rábano", o incluso "un pimiento", solemos decir para referirnos a algo que nos trae sin cuidado.

El bledo es una planta de tallos que llegan hasta el suelo. Se puede comer, pero no resulta, la verdad, demasiado apetecible. Desde el punto de vista culinario, sí lo es, en cambio, el rábano del que existen un montón de variedades para comer crudas, ralladas e incluso cocinadas. Añadirlo como ingrediente a algunos pescados o mariscos, en una salsa remoulade, o comerlo acompañado de manzana, si se trata de rábano picante, es una experiencia sensitiva estimulante.

Cuando llega el momento suelo avituallarme de rábanos, apionabos, colinabos, y demás crucíferas, en busca de nuevas sensaciones. Una sugerencia para el apionabo consiste en comerlo, como es frecuente en algunas regiones de Francia, relleno, al horno, con una mezcla de su pulpa, zanahoria y cebolleta, sofritas. La remoulade, también francesa en sus orígenes, concita al rábano y al apionabo, que se utilizan como entrantes de la popular salsa de mahonesa y mostaza blanca. Sirve para acompañar verduras al vapor, pescados y carnes frías o calientes, con la ayuda de un picadillo muy fino de alcaparras, anchoas, pepinillos en vinagre, perejil y estragón.

El rábano, en particular, resulta refrescante mezclarlo con la terrosidad de algunos tubérculos, como es el caso de la patata, o proponerlo como contrapunto picante en pescados blancos y carnes. Hay quienes, rallado, lo juntan al pan empapado en leche o a la nata agria, para acompañar ciertos platos de ternera centroeuropeos, el tafelspitz vienés, o el goulash. El escritor Joseph Roth defendía la pureza para preservar su aroma y sabor, capaz de publicitar todo lo que uno se lleva a la boca. Esa humedad y ese picor, a mi juicio, resultan tremendamente atractivos al paladar.

Crudo, simplemente con mantequilla y sal marina. Sin pelar si es rosado. Negro, picante, con sal y limón para acompañar pescados o añadir a las ostras, como sucede en Nueva Orleans, donde en contraste con la frescura del molusco produce una combinación magnífica. La frialdad, la textura, el olor marino y la punzante impresión en la nariz del picor no se pueden olvidar fácilmente cuando a uno le dan a probar una ostra con rábano picante rallado. Puede ocurrir también que le ofrezcan, al mismo tiempo, ketchup. En ese caso, conviene rechazarlo con la suficiente energía y firmeza.

Picante, como el raifort, blanco, parecido a una chirivía, aunque de sabor menos cítrico, de forma más redondeada y de textura crujiente, es el daikon japonés. Se puede consumir crudo o cocido, sea en ensaladas o rallado, en platos de arroz, guisos de carne o pescado. En el sur de la India se emplea como ingrediente en el curry. El wasabi, que se sirve en restaurantes para acompañar el pescado crudo (sashimi), es, en realidad, rábano picante molido coloreado de verde e hidratado con agua hasta adquirir esa consistencia pastosa que lo hace característico. Su única semejanza con el verdadero wasabi, el tallo de una especie de col oriental, wasabia, es que ambos resultan picantes. Pero nada más.

Ahora es posible, aunque no resulta fácil, encontrar las raíces frescas del wasabi en algunas tiendas especializadas occidentales. Pero lo habitual es conformarse con la pasta verde, que por su fortaleza algunos rehuyen nada más oler. Los japoneses, cuando la utilizan junto con el sushi o el sashimi, la rebajan con agua utilizando una cucharilla o los mismos palillos para removerla. Así es bastante más comestible.

El rábano pertenece a la especie raphanus sativus, oriunda de Asia Occidental. Alcanzó la cuenca mediterránea de la mano de los egipcios y de los griegos. Como sucede con el nabo, se trata de un tallo bajo engrosado, que adquiere coloraciones distintas dependiendo del grado de maduración. Si es temprana, se recogen en primavera, pero, por lo general, la estación ideal son los meses del otoño. De manera que tenemos el reloj en hora. Consumirlo no aporta más que ventajas culinarias, diuréticas y digestivas.

El rábano por las hojas

  • Vuelve a ser injusto el castellano, con el rábano cuando, además, de ningunearlo quita importancia a sus hojas. La conocida expresión "tomar el rábano por las hojas" resume en algunos casos el atolondramiento de elegir la peor de las opciones. Si uno intenta extraer de la tierra bruscamente la planta puede quedarse en la mano con la parte insustancial perdiendo el rábano, es decir la aprovechable, que serían las raíces. Es bastante aproximado aunque no absolutamente cierto, porque del raphanus sativus todo se aprovecha y, todo, en realidad, es comestible. Las hojas frescas, aunque enseguida se quedan mustias, se pueden añadir, por ejemplo, a un caldo de verduras o a una crema de patatas. En inglés, un idioma menos propenso a la generalización y a los fuegos de artificio, una expresión equivalente sería "to get the wrong end of the stick", que en cualquier caso no hace alusión al rábano ni somete sus hojas a la irrelevancia que, por lo general, le ha atribuido nuestra lengua.

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