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La mirada de Lúculo

Cuando el aire se afina

El otoño, que a veces se apresura y otras se entretiene, pide paso con su despensa en la que destacan las setas, la caza, nuevas hortalizas y legumbres para los grandes potajes del frío

Cuando el aire se afina

Pasado el tiempo de vendimia; el olor de humedad se apodera del otoño, el aire se afina, como si sobrevolase líquido sobre nuestras cabezas. Sólo en el campo se observan como es debido las estaciones, sus brotes y estallidos; la naturaleza nos da la señal de las cosas, de aquello que nos rodea y lo que va a la cazuela o al vaso. Cuando el otoño se presenta tímidamente, las verduras del verano todavía se agolpan en los mercados. A ellas se sumarán enseguida las primeras setas. Después vendrán los melocotones de viña y los higos, la uva moscatel, las avellanas, las manzanas, la remolacha, el hinojo, el brócoli, las peras fundentes; luego, las nueces y los membrillos, que proporcionan confortables y deliciosos aromas. Octubre abre paso a la caza y en noviembre nos esperan las trufas, las patatas, las lentejas y las endibias. Como las estaciones se suceden, el frío nos trae los nabos, los puerros, las coles y las zanahorias para alimentar las sopas y los potajes.

La lluvia provoca la florescencia del hongo. Caen cuatro gotas y ya está. España, por lo general, es un país micofago, es decir, comedor de setas. Es cierto que tradicionalmente hay regiones donde la inclinación es superior a la de otras, bien por las condiciones que brinda la naturaleza, bien por otras razones que entran en el terreno del atavismo y la costumbre. Josep Pla se preguntaba por qué hay países micofilos y países micofobos. Recordaba entre los primeros los ejemplos de Francia, Italia o Rusia, y entre los segundos, a Grecia. En Grecia hay setas en los bosques, muchas más que salmonetes en el esquilmado Egeo, pero nadie se preocupa de ellas: es mucho más fácil que a uno le ofrezcan para comer un salmonete pálido que un boleto rebosante de salud.

El otro día comí los primeros boletos de los Oscos rebosantes de salud. Cuando el hongo es bueno lo mejor es dejarlo tal cual; darle el calor justo que necesita y esperar a que explote en la boca la sensación de la tierra. El boleto no posee las exuberantes fragancias de la seta de primavera, pero gana en carnosidad y en sabor, con su inconfundible gusto a avellana cruda. Él también se puede comer crudo, pero resulta ideal tras un ligero salteado y una suave plancha para calentar sus láminas. Así conserva impecable su estructura, que no ha de alterarse lo más mínimo. El calor potencia el gusto sin perjudicar los aromas, que, en este caso, no son el punto fuerte. Y una ventaja añadida es que las setas poco o nada hechas cunden más aunque la cantidad sea menor.

Pla se refirió alguna vez a las burlas que Platón les dedicó a los órficos, que hablaban del cuerpo como una tumba y prometían a los castos una embriaguez permanente en el otro mundo. Pensaba que no hay manera de comprender el cielo si no es como compensación de lo que no se ha podido obtener en la tierra. Pero pobre del que crea que la sensualidad pertenece al verano y no al otoño, porque no ha entendido nada. La monotonía es infinitamente más voluptuosa que el ruido.

O sea que ya tenemos aquí el otoño, despampanente y languideciente, a la vez. Esto podría resultar contradictorio y, sin embargo, no lo es en una estación cambiante, propensa a la mudanza de los estados de ánimo. El otoño es el reclamo de la naturaleza, de las aves: las becadas, los ortolanos, etcétera. El libro comestible de los Morán, Casa Gerardo (50 pasos de la cocina contemporánea), editado por Montagud, ha llegado a tiempo para acelerar los jugos gástricos que depara la arcea. Los Morán, Pedro y Marcos, no son partidarios del método de maduración tradicional de la caza. Al menos en el caso de las becadas, que en el siglo XIX acostumbraban a cocinarse con dos meses y medio de muerte. Por el faisán, había que esperar uno. Naturalmente, la descomposición de la caza no ha hecho más que alimentar sospechas. Entre gamey y podredumbre apenas existe una línea de separación. Es razonable pensar que en el siglo XIX proliferaban los estafadores dispuestos a vender carne podrida.

El ablandamiento hace tiempo que dejó de ser una técnica común en la cocina moderna. Algunas piezas de caza, incluidas las de pluma, se deben cocinar a partir de la primera semana, sin que haya razón alguna que justifique demorar más la preparación, como recalcan los Morán en su libro. La arcea en salmis es una bendición. Con los sabores terrosos de la remolacha, tampoco me importaría identificarla en el plato.

Las dulces remolachas son magníficas. Se pueden plantar dos veces al año, en primavera y en los primeros compases del otoño. En el invierno son la base de unos de los grandes potajes del universo: el borsch, de origen ucraniano. Una vez cocida la remolacha, no es mala idea cortarla en tacos y mezclarla con anchoas, ajo y aceite. El contraste de sabores es extraordinario. Pero el mejor acompañante que se puede agenciar una remolacha es el queso de cabra. En medallones superpuestos, como si se tratara de un bocadillo, y con un chorro de aceite de oliva por encima es, para mi gusto, uno de los grandes tentempiés que existen.

El otoño, a veces se apresura, otras se entretiene, ya ha pedido paso.

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