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Los gritos en silencio

Semáforo derribado. No hay normas. Ciudad fantasmal. No hay seres humanos. Un momento... Sí, ahí aparecen algunos. En silencio. Les va la vida en ello. Una familia de robinsones rodeados por el terror. Criaturas malignas al acecho: si te oyen estás muerto. Así que cállate, ni un ruido aunque te atraviese el pie un clavo. Un lugar tranquilo (más bien silencioso) juega sus modestas cartas con ambición digna de elogio: no se corta ni un pelo a la hora de llevar hasta sus últimas consecuencias la necesidad de que la voz humana esté cercenada por una simple cuestión de supervivencia, lo que hace extraordinariamente valiosas las pocas palabras que se escuchan. Sobre todo, cierta conversación junto a una cascada de emoción transparente.

El arranque juega a la tensión controlada para crear una intriga de pronto cercenada: un sencillo juguete con reminiscencias espaciales trágicas se convierte en la llave que abre la puerta al horror. Y al dolor, también, pues Un lugar tranquilo utiliza el desgarro del género para adentrarse en los temores de los padres obsesionados con proteger a sus hijos, en las sombras de la culpa incurable, en el laberinto de la falta de comunicación con quienes más quieres. Hay silencios forzados por la situación y hay silencios incrustados en las grietas más íntimas. Los primeros te protegen, los segundos te aíslan. Ahí radica el gran acierto de la obra de Krasinski, y que no por casualidad se encuentra en la mayoría de las grandes películas del género: lo que les pasa a los personajes importa. En ese sentido, los que vayan al cine esperando sustos de catálogo se llevaran un buen chasco. Con decir que el momento más angustioso se desarrolla en una bañera está dicho todo.

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