En el Rin del siglo XXI no es fácil imaginar el fabuloso tesoro que escondían sus aguas en las leyendas tomadas por Wagner para el poema y la música de "El oro del Rin", drama-prólogo de su descomunal tetralogía "El anillo del nibelungo". Tampoco son perceptibles los jugueteos de las Hijas del Rin, ondinas destinadas a proteger aquel símbolo del poder de los dioses indogermánicos. Lo evidente en la actual navegación es que no hay otro tesoro que el propio río, caudal de riqueza y cultura en sus dos vertientes. A excepción del tramo conocido como Rin romántico, el de los castillos medievales y la ninfa Lorelei, los cruceros turísticos discurren por un cauce monótono de aguas tranquilas, flanqueadas por los muretes de canalización, innumerables playitas fluviales, tupidas pantallas arbóreas, completa señalización de los fondos no navegables y, en la región del vino, viñedos plantados en laderas de lomas y colinas cuya pendiente, a veces casi vertical, exige a los cosecheros trabajar colgados de poleas.

| Autopista del oro real. Las grandes vacadas que rumian en las orillas y se solazan en los arenales con las patas en el agua hasta las rodillas, son tan pintorescas como las granjas, caseríos y pueblitos ribereños, de implantación espaciada. También hay pueblos y pequeñas ciudades que se asoman a los bordes y dejan ver su belleza en forzosa urbanización ascendente. Salvo excepciones, las grandes capitales pueden extender una fachada hasta el río pero se nuclean en el interior. El "Padre Rin" es hoy la autopista de silenciosas gabarras, barcazas y plataformas que transportan en ambas direcciones y durante las 24 horas del día pesadas cargas de contenedores, áridos, gas o mercancías de toda especie. El aura poética sucumbe ante el masivo tráfico industrial, paralelo de los ferrocarriles y las carreteras que cruzan las márgenes sobre puentes de espectacular ingeniería.

Ni siquiera en sueños es probable la ilusión de ver a un Lohengrin, hijo de Parsifal, navegando en la barquilla tirada por un cisne. Su cauce fue el Mosela, pero pudo haber sido el Rin, hermano mayor con el que aquél se une y confunde en el enorme delta de desagüe al Mar del Norte. El gran río genesíaco es imagen icónica de prosperidad en la zona más rica de Europa. Aquel oro arrebatado a las ninfas volvió al fondo del Rin al final de la Tetralogía wagneriana, cuando el reino de los dioses y semidioses, héroes, gigantes y enanos sucumbe y desaparece con la victoria de la raza humana como dueña del mundo.

Además de las barcazas industriales, emblemas del comercio, se asoman al río gigantescas estructuras fabriles, altísimas chimeneas de centrales térmicas alejadas de los núcleos urbanos, e incluso una central nuclear que nunca estuvo activa por defectos de construcción. Las esclusas que salvan en algún tramo el desnivel de las aguas exhiben una tecnología tan potente como la del resto de los complejos fabriles. El recorrido de los cruceros turísticos alterna la imagen bucólica con la industrial, ambas contenidas, eso sí, en una ordenación paisajística y urbana que parece perfecta. No hace falta bucear para hallar el tesoro, ni tiene nada que hacer el nibelungo Alberich para robarlo a cambio de renunciar al amor (estereotipo de los banqueros judíos que odiaba don Ricardo).

| Cultura navegante. Las alegorías wagnerianas ceden hoy su sentido a la realidad de la economía y el desarrollo. El no lo desdeñaría, dada su afición a la molicie capitalista que tantas veces le obligó a huir de acreedores y banqueros, causantes del bochornoso panfleto "El judaísmo en la música", del que tuvo que disculparse alegando no ser racista sino rebelde contra el monopolio de las finanzas alemanas en manos de opulentos hijos de David.

Pero en la mitología wagneriana el valor esencial del oro del Rin es menos poético que noético: simboliza el espíritu milenario de la inteligencia alemana y su legado cultural, agredido a lo largo de la historia pero siempre triunfante. Hay que escuchar el monólogo del zapatero Sachs en la última escena de "Los maestros cantores de Nuremberg" para entender la pasión preservadora de ese gran tesoro, robado y devuelto al Rin como depositario mítico de las esencias nacionales. Un rol, en definitiva, que el río merece por su profunda significación en el ser de Alemania y de algunos estados limítrofes. Para el navegante neófito, tal vez sea esa la experiencia más rica del viaje: imaginar los flujos de ida y vuelta de bienes materiales y culturales a lo largo del dilatado caudal y sobre aguas abiertas, fecundantes de diálogo, entendimiento y cooperación.

Así lo vemos y entendemos, a despecho de que el recorrido se haga un tanto repetitivo en el plano paisajístico y por momentos claustrofóbico. No es, ciertamente, el Mediterráneo, diverso y sorprendente, espacio a su vez de fusión de civilizaciones y culturas contrapuestas, vía de entrada de las etnias caucásicas, límite oriental entre el Occidente y el Oriente y vertiente común de Europa y África. Pero el genio del Rin sigue vivo más allá de su antiquísima mitología, heroico y pragmático, soñador y eficiente. Es el río de la gran epopeya wagneriana, pero también de otros grandes artistas que no han querido asomarse a los mitos por ser tan grande y rica la realidad de su naturaleza y cultura. Basta escuchar la Sinfonía "Renana", tercera de las de Schumann, para entender el poderoso mensaje de las aguas que fluyen a través de los siglos (el nombre del Rin procede de una voz latina que significa fluir), el milagro de las catedrales góticas y la voluntad de mejorar la vida humana.