El verano que la arquera Iria Grandal volvió de los Juegos, (pronto, pues su prueba comienza ya en la víspera) celebraron su cumpleaños con una tarta coronada por los cinco aros olímpicos. Estaba en su Ferrol natal, viendo la carrera de Gómez Noya en pantalla gigante, y de repente la gente empezó a reconocerla, apareció la prensa. Fue sorpresivo para ella: "Antes de los juegos, me conocían en mi casa". Muchas de esas personas anónimas habían seguido su actuación. Aún le impresiona que la reconozcan, porque sabe que practica un deporte minoritario, en el que empezó su madre, luego su padre, después su hermano mayor.

Ella tenía 4 años y no le dejaban tirar. Estaba desquiciada, le decían que 'hasta los 8 nada' , prestándole un arquito de juguete (poliespan, flechas con ventosa) para que callara.Aburrida de que la llevaran a todas sus competiciones, al fin cumplió los 8 y sus padres le dejaron participar, pero Iria solo pasaba el rato hasta que llegó un entrenador, Alberto Blázquez, y se llevó a dos chicas que llevaban menos tiempo tirando a una concentración en Asturias. Grandal le fue a preguntar por qué no contó con ella, él le contestó que porque casi no entrenaba. Y partir de ahí, orgullo y cabezonería.

Se sometió al sistema de entrenamiento de Blázquez, tan exigente que llevó a todo su grupo a quedar últimas. La gente se metía con ellas, "ese esfuerzo no sirve para nada", hasta que Grandal quedó tercera en el campeonato de España. Unos años más tarde, ni la propia Iria esperaba participar en los Juegos de 2012. Arrastraba problemas con el cliker, una pieza que avisa cuándo hay que soltar la flecha (con un click, de ahí el nombre). Muchos arqueros, debido a lo repetitivo de los lanzamientos, terminan obsesionándose con ella. Iria consiguió clasificarse al campeonato pero sufrió mientras no llegaba, porque dudaban de ella y cómo había llegado ahí hasta ahí. Pero en los JJOO londinenses, con más público que nunca, vivió "esa sensación increíble de las gradas viniéndose arriba cuando haces un 10".

No participó en los siguientes juegos. "Sin tirar muchas flechas es imposible mantenerse arriba, por eso el equipo nacional rota tanto con respecto a otros deportes. Cuanto más entrenes, más mecanizas el movimiento, así que no bastan las horas del día. Apuntar es lo de menos, debes tirar siempre igual. Si lo haces técnicamente mal pero consigues el mismo gesto, las fechas irán todas al centro", aclara.

En el año olímpico y anteriores, Iria Grandal lanzaba unas 800 flechas diarias, durante 9 horas de entrenamiento. Los demás, entre 5 y 6 horas, más de 400 lanzamientos.

Un dedo, una diferencia de milímetros, puede suponer demasiado en una diana a 70 metros. El cliker avisa de cuándo tirar, pero puede hacerlo cuando aún no estás preparado. Todo arquero padece a lo largo de su carrera problemas con el cliker, pero ella no lo solucionó a tiempo:"Llega un momento en que estás tan obsesionado con ese click que cuando escuchas un sonido similar ya sueltas la flecha, te asustas. Tenía interiorizado el miedo a tirar", concluye la arquera. Y no es algo que se solucione con el tiempo. Grandal conoce gente que pasó 20 años sin coger un arco y cuando volvió seguía igual.

"No sufrimos el esfuerzo físico de otros deportes, pero tampoco paramos en todo el santo día. Con altas pulsaciones (he superado las 180 al tirar) es muy complicado controlar los músculos; además, cuando la cuerda está tensada no respiras. Es necesario también ejerccicio anaeróbico, gimnasio, circuitos de fuerza...", aclara la deportista. En 2013 se lesionó el hombro, y retomó un año después, pero el problema continuaba y marchó de la Blume. Ahora quiere retomar el tiro con arco para ver solucionadas ambas limitaciones, y dejarlo después si le apetece, pero con un buen sabor de boca. Y, por supuesto, Grandal defiende los beneficios del tiro con arco: "Ayuda a mejorar la concentración y a controlar las emociones, por lo que es muy bueno para los niños. Eso sin contar el gran compañerismo que existe en la línea de tiro".

Antes de que el deporte llegara a su vida, Iria era la más pequeña de un grupo que siempre fue aventurero. Sus primos, su hermano mayor y ella pasaron muchos veranos, como el del 96, en su finca de Seselle (A Coruña). "Hacíamos ochenta mil cosas, pero básicamente teníamos enfrentamientos con otros chicos del lugar. Montábamos cabañas lo más escondidas posible, porque ambos bandos intentaban encontrar la guarida del otro y destruirla". Habían sido amigos, luego se hicieron rivales, quizás por aburrimiento. Los vigilaban con viejos prismáticos, para descubrirles y aniquilar su base cuando nadie les detectara. Eran cabañas entre comillas, con palos y cuerdas, piedras, helechos. En algunas no cabían ni los cuatro. Una vez construyeron una tan bien escondida que los del bando enemigo la rodearon sin percibirlos, como los villanos de las películas, y su primo, agazapado, les escuchaba hablar entre ellos. También daban largos paseos intentando encontrar el palo perfecto para un arco de madera, y volvían corriendo a casa plenos de ilusión. Después funcionaban de aquella manera, pero a esa edad un fracaso es solo la excusa para volver a intentarlo.

Iria recuerda pintarse de india como dictaba un libro del tío Gilito,cada uno elegía el nombre de un personaje. También tenían un barquito de vela, con el que siempre se sacaban fotos. Bajaban mucho a la playa. Grandal conseguía que su padre se metiera en el agua y Grandal, hermano y primos intentaban ahogarle. Le agarraban entre todos, unos desde arriba, otros por los pies debajo del agua.

Era un juego con el que podían echarse toda la tarde o más bien hasta que el progenitor se cansara, ellos no se cansaban nunca y tampoco conseguían su objetivo, lanzados entre cielo y mar. Tras la llamada de su abuela subían a casa con los bañadores aún mojados, se sentaban en la mesa de los niños. A la orilla otra vez, antes del atardecer buscaban la muralla definitiva, que resistiera las embestidas del mar. Un poco antes de marcharse, ya había caído. También visitaban el peñón del Mourón, y cuando había bajado la marea trepaban aquellas rocas sin demasiada conciencia de la posibilidad de despeñarse, presos de esa ingenuidad alegre que perdemos con los años.