El jugador de ajedrez es lo que yo denomino una película Cumberbatch (sí, por el actor británico): un relato de peripecias sentimentales en un contexto histórico tremendo, épica emotiva entre bombas y sucesos catastróficos, y siempre con los sentimientos contenidos y un notable aire telefílmico. Aquí es Marc Clotet quien hace del intérprete de The imitation game haciendo de cualquier personaje callado, introvertido y zarandeado por las circunstancias de la vida.

Su actuación, su Diego Padilla (ojo, el protagonista que lleva el peso de todo), aburrido, pétreo, con el lenguaje corporal de un marmolillo, resume a la perfección el filme de Luis Oliveros, un drama histórico incapaz de sostener su relato por su desarrollo y, muy especialmente, por una puesta en escena rutinaria e insulsa; por ejemplo, en los primeros veinte minutos ya hay dos escenas en las que el personaje de Melina Matthews vive y exhibe a tope sus emociones bajo la lluvia. Sí, bajo la lluvia. ¿Creían que todavía no se hacían esas cosas? Ese subrayado típico, tópico y, encima, reincidente dice mucho de la desesperación con la que Oliveros busca mover y conmover. No lo consigue, claro, porque con argumentos como ésos uno no puede aspirar más que al oficio (mal entendido), la corrección (en su acepción gris, aburrida y meliflua) y, a resultas, el espectador poco exigente.