He vuelto a leer "El maestro del juicio final", de Leo Perutz, una de las mejores novelas de intriga que conozco. Posé por primera vez la atención en ella hace ya muchos años. Borges la tenía entre sus favoritas, comparaba a Perutz con Kafka. "El maestro del juicio final" era para él una especie de Kafka policial. Otros autores de prestigio se sumaron a la misión de rescatar del olvido a un escritor coetáneo de Musil y de Werfel, amigo de Alexander Lernet-Holenia, que en los años veinte y treinta había gozado de gran popularidad apagándose después el brillo como suele suceder en bastantes casos en la literatura.

La novela, que ahora publica Libros del Asteroide, es un artefacto de poderosa inteligencia y suspense, una de esas piezas que sólo se producen de muy tarde en tarde gracias a narradores orfebres como Perutz, que se negó a encasillar su obra en cualquier tipo de género. Vio la luz por vez primera en 1923 entre signos de interrogación. Se podía hablar de ella, a un tiempo, como de una novela psicológica, policial, gótica, fantástica y realista. Poseía rasgos de todos esos géneros mencionados y también de algunos más. Lo que hizo Perutz fue disfrazar unos de otros y juntarlos en una coctelera de manera elegante de modo que al lector pudiera interesarle observar cómo se relacionan entre sí la realidad y la ficción, lo posible y lo imposible, junto a ráfagas de fantasía y dentro de la opacidad del misterio. Ello lo convirtió en un virtuoso del rompecabezas, en un constructor de laberintos.

Repetiría la fórmula en "De noche, bajo el puente de piedra" (1953) que también publicó hace un año la misma editorial y que sitúa su acción en la Praga de finales del XVI y principios del XVII en la corte del emperador Rodolfo II, protector de alquimistas y de astrólogos. En ella trata de confundir al lector con un juego a mitad de camino entre lo real y lo imaginario, cargado de victorias simbólicas, por las calles del barrio judío y con personajes históricos de protagonistas, como es el caso de Johannes Képler, el astrónomo y matemático alemán conocido por sus leyes sobre el movimiento de los planetas en su órbita alrededor del Sol.

En "El maestro del juicio final" Viena es sacudida por una serie de misteriosos suicidios. Sólo uno de ellos arroja explicaciones plausibles, y en ese caso es el propio narrador el que tiene que esforzarse en desmontar las apariencias desde el momento en que se compromete en el prefacio a reproducir toda la verdad. Existe, no obstante, un motivo que relaciona las muertes y que conduce las sospechas hacia un extraño asesino, a medida que el relato anima a indagar en otro tipo de interpretaciones psicoanalíticas, cuestiones morales y de identidad. No se trata de crímenes comunes, es otra cosa distinta lo que hay en la novela de Perutz. Es, en cualquier caso, una historia de suspense que refleja la confusión y la incertidumbre colectiva acerca de la identidad y de la fuerza moral después de los descubrimientos de Freud y de la Primera Guerra Mundial.

Nacido en Praga en 1882, Leo Perutz fue el mayor de cuatro hermanos, hijos todos de un acomodado fabricante de tejidos de origen judío sefardí, originario de España. De hecho él mismo era conocido como "el español" y conservaba en su despacho un documento que acreditaba que sus antepasados procedían de Toledo. Pronto, a principios del siglo pasado, cuando las cosas empezaron a ir mal en Bohemia para los judíos de cultura alemana, su familia se mudó a Viena. Fue un mal estudiante, disperso, que no llegó a la Universidad. Allí vivió hasta el Anschluss, la anexión de Austria por parte de la Alemania nazi, disfrutando del éxito literario y compartiendo las famosas tertulias del Café Herrenhof con Kokoschka, Krauss y Musil, en el mismo escenario que frecuentaron Hermann Broch, Roth, Friedrich Torberg, Werfel, y anteriormente Von Hofmannsthal. Padeció un tormentoso drama familiar al enviudar pero se recuperó y volvió a casarse. Más tarde huiría a Israel. Contrario al sionismo no se encontró a gusto ni en Tel Aviv ni Jerusalén, y regresó a Viena.

Perutz fue ante todo un maestro de la sugestión. Para llevar al lector a la solución deseada prefirió despojarlo primero de cualquier certeza y asegurarse de que así le resultaba más fácil asumir el tipo de creencia que sólo provocan los destellos más inquietantes de la vida.