Álex de la Iglesia es un cineasta con mucho cartel, popular y seguido, con mucha clac en nuestro país y objeto de atención y halagos en el circuito cinéfilo de culto extranjero. Por eso, que tras su estreno en la Berlinale que el póster promocional de "El bar" sólo presentara citas hagiográficas de tuiteros anónimos no ofrecía la mejor de las perspectivas.

De la Iglesia, no lo olvidemos, empezó en esto del cine como director artístico, es, por tanto, mucho mejor conceptualista que narrador. Sus películas, absolutamente todas, están más diseñadas que relatadas, de ahí que siempre presenten arritmias, escenas alargadísimas que lastran el metraje (acuérdense aquella cortarrollos de "El día de la bestia" con Armando de Razza), agujeros e incoherencias. Y ahí reside mi gran problema con este hombre: sus puntos de partida me interesan, me guiñan un ojo (el otro día De la Iglesia tuiteó una imagen de "The devil rides out" una de mis películas favoritas) pero, y no sé bien cómo lo hace, siempre termina frustrándome y aburriéndome.

Sin embargo, le tenía ganas a "El bar", y no sólo porque suponía el regreso del cineasta a eso, un bar, el territorio en que empezó, el de su fundacional cortometraje "Mirindas asesinas". Observar cómo el director y guionista es capaz o no de tramar una pieza de cámara como ésta, con un solo escenario, sin posibilidad de su habitual despendole resultaba, en principio, apetecible, como siempre ocurre cuando un artista se pone a prueba de alguna manera.

El asunto es que el autor de "Acción mutante" o "La comunidad" no ha hecho más que encapsular fórmulas y errores; así, la puesta en escena única no sirve para desarrollar a los personajes ni para tridimensionalizar de alguna manera el relato, darle cierto peso y poso.

En realidad, el espacio único sólo contribuye a hacerlo todo más premioso y carente de estímulos: la primera vez que consulté mi móvil fue el minuto 40 de la película. No fue la última vez que lo hice.