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CINE

El príncipe de las tinieblas

Verbinski se pasa de metraje en una vampirización del cine de terror

Mia Goth.

A Gore Verbinski le hubiera venido bien someterse a una cura de humildad antes de internarse en "La cura del bienestar". Nadie le va a negar al director su talento para extraer oro visual de los más recónditos guiones.

"Un ratoncito duro de roer," "The Mexican", "The ring", "El hombre del tiempo" (su mejor obra en todos los sentidos por tener el mejor guión), "Rango" o incluso "El Llanero Solitario" (dejo fuera "Piratas del Caribe" por una animadversión personal hacia la saga que me distorsiona la subjetividad) tienen en común la cualidad del realizador para fabricar momentos espléndidos de gran cine, ya sea en términos de espectacularidad, comicidad o drama. Y "La cura del bienestar", tras el descarrilamiento taquillero del llanero, parecía desterrar a Verbinski a terrenos fantásticos donde su capacidad para crear atmósferas opresivas y escenas trepanadoras encontrara condiciones favorables.

Y no. Todo lo contrario. A ver: hay instantes ciertamente inquietantes, hallazgos visuales inesperados y de sombría belleza, pero son fatalmente engullidos por una duración a todas luces excesiva (la historia da para hora y media justita no para 156 minutos agotadores) y una petulancia general a la hora de buscar influencias, homenajes o simples copias descaradas (desde Tarantino esto es una forma de tener estilo propio, ya sabes). Desde Cronenberg (ese diente perforado, esas anguilas viscosas) hasta Kubrick (el baile de las capas con un remedo del vals de Dmitri Shostakovich usado en "Eyes wide shut", que también va de sociedades secretas letales, sin olvidar los pasillos de "El resplandor") pasando por David Lynch y Scorsese (más otras menos "prestigiosas" como Roger Corman y sus valiosas adaptaciones de Poe o cierto cine crispado de terror italiano), además de la musiquita infantil diabólica de la semilla de Polanski o el viaje a las tinieblas de Coppola. Casi nada.

"La cura del bienestar" picotea aquí y allá olvidándose de algo primordial: que sus personajes nos importen. Ni los buenos ni los villanos. No es culpa del reparto, elegido con mimo para dar con rostros inquietantes y poco glamurosos, sino de un guión que los estampa contra la cámara sin haberlos dibujado mínimamente. Así, la película se desliza sin avanzar sobre sí misma, ensimismada en su empeño por hacer de cada escena un fogonazo visual hasta llegar al gran guiñol final, una especie de clímax malsano y viscoso en plan "El fantasma de la ópera" traído por los pelos y que remata una faena en la que el aliño es más importante que los alimentos. Con todo: algún día Verbinski dará con un material que haga juego con su talento. Y alucinaremos.

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