Hay lecturas terriblemente desasosegantes. Por ejemplo, "Canibalism", un libro sobre la costumbre de zamparse a los seres de una misma especie escrito por Bill Schutt, zoólogo del Museo Americano de Historia Natural. La conclusión principal en sus páginas es que el canibalismo, que ordinariamente se percibe como un horror, resulta un hecho perfectamente natural. De tal manera que el propio Schutt se vale de ejemplos variados para explicarlo. El de la garza, sin ir más lejos. Una garza blanca tiene tres polluelos a la vez. Dos, que fueron rociados con un suministro saludable de hormonas cuando todavía eran huevos dentro del cuerpo de su madre, crecen grandes y agresivos. El tercero es pequeño y manso. En un buen año, cuando la comida es abundante, los polluelos más grandes desplazan al más pequeño fuera del nido. Pero si los recursos son escasos, y esos polluelos tienen hambre, se lo comen. Para el autor de "Canibalism", es exactamente la misma estrategia de los botes salvavidas que se lanzan desde el barco cuando este se hunde. Sálvese quien pueda. Al menos, una de las crías sobrevive.

De modo que, para Schutt, autor también de "Dark Banquet", que trata sobre la vida de los murciélagos vampiros, el canibalismo es un comportamiento perfectamente práctico que ha recorrido todas las ramas del árbol de la vida: hermanos que comen a hermanos, extraños que comen a extraños, padres que comen a sus niños, niños que comen a sus padres: un banquete de solidaridad alimentaria entre prójimos. No queda más remedio que pensar en Hannibal Lecter.

La antropofagia no sólo ha proporcionado literatura y horror, también ha planteado a lo largo del tiempo dudas razonables y no sólo entre los que preconizan, con más cursilería que enjundia, digamos, su sostenibilidad. Biólogo, viajero y escritor, Henry de Varigny decía que comerse a un semejante es absorber una alimentación específica e ideal. Los sueros, parece ser, actúan siempre de un modo más eficaz entre animales de la misma especie. Pero ¿hay algo sostenible en comerse al semejante? "¿Saben bien las chuletas de misionero?", se preguntaba con innegable sentido del humor Julio Camba en "La casa de Lúculo". "¿Qué gusto tiene una excelente sesada de sabio, de ésas preparadas por treinta años de numismática o arqueología?", volvía a preguntarse. Camba concluía que la carne de explorador o de misionero tendría que resultar demasiado correosa para alguien que no sea un caníbal con hambre. Pero ¿y la sesada de sabio?

El canibalismo se representa a menudo como un comportamiento aberrante, pero Schutt va algo más allá en su razonamiento. Según él, los humanos durante largo tiempo han hecho hábito de la antropofagia y no sólo por razones estrictas de necesidad. Algunos renacentistas bebieron sangre humana como medicina, los pobladores de muchas islas del Pacífico comían la carne de los parientes fallecidos como un gesto de dolor. De esa forma, Schutt pretende abonar la teoría de que el canibalismo no se produce únicamente cuando el animal está bajo un estrés extremo. La comparación con el bote salvavidas se aleja del planteamiento troncal cuando al autor le conviene. Pero ello no evita que la idea que primero nos viene a la mente cuando oímos hablar de canibalismo sea la sórdida historia del equipo de rugby uruguayo que, tras estrellarse su avión, se quedó atascado en los Andes en 1972, y cuyos miembros recurrieron a la estrategia de supervivencia de alimentarse con los cadáveres de los fallecidos.

El filósofo y estadista inglés Francis Bacon fue uno de europeos que abogaron por el canibalismo medicinal para tratar diferentes tipos de enfermedades apoyándose en las teorías de que beber sangre de un semejante, por ejemplo, ayuda a combatir la epilepsia, o el consumo de grasa humana es beneficioso para curar las quemaduras y los problemas de la piel. He leído que el propio Schutt fue invitado a comer una placenta cocinada como si se tratase de un ossobuco y que le supo agradablemente. La placentofagia no es una tendencia nueva. El zoólogo autor de "Canibalism" explicó, valiéndose de la ironía, que cuando le contaron que las verduras que acompañaban el guiso eran orgánicas respiró tranquilo por no tener que comer algo que no fuera natural.

En cualquier caso como diría Camba la idea de Schutt resulta estremecedora para cualquiera de los dos grupos de detractores de la gastronomía antropofágica: los que, objetivamente, les repugna comerse a un amigo, y aquellos a los que si eso les produce repugnancia es por la idea complementaria de que un amigo pueda comérselos a ellos.