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Adiós a 2016

Año nuevo y a ver si hay suerte

De las doce uvas y el espumoso al muérdago, las lentejas, el pan de albahaca y la moneda, el pescado, el bombo o tirar la casa por la ventana: los ritos de la fortuna

Las despedidas del año a bombo y platillo son una gilipollez. Sin embargo se monta tanta parafernalia en la salida y en la entrada que no dejan de acaparar atención. Una vez más, año viejo y año nuevo. Campanadas a medianoche y uvas. No está mal. En otros lugares aporrean el bombo, se arrojan a los estanques o lanzan por la ventana de las casas los trastos inservibles. Son formas de verlo.

Si alguna vez se han preguntado por qué existe la costumbre de las uvas en Nochevieja, sepan que el origen está en la iniciativa de los madrileños de celebrar la entrada del nuevo año comiéndolas en la Puerta del Sol al mismo tiempo que sonaban las campanas. La tradición se remonta a finales del siglo XIX, cuando un alcalde de la Villa y Corte, José Abascal y Carredano, tuvo la idea de imponer el cobro de un duro a todos aquellos que salían a las calles el 5 de enero para recibir a los Reyes Magos de Oriente. Bueno ésa era la excusa, ya que el objetivo se resumía en pasar la noche bebiendo y cantando en medio del recogimiento de los vecinos. Los madrileños crápulas, indignados por la tasa, decidieron reunirse a partir de entonces en el famoso kilómetro cero para pasar frío y comer uvas, mofándose de los burgueses más acomodados que se quedaban en sus casas para recibir el año descorchando botellas de champaña. Después, con el paso de los años los viticultores levantinos, con los excedentes de sus mejores cosechas, contribuirían a que la costumbre de comer las uvas no se perdiese e incluso se traspasase a los territorios de ultramar, donde la mayoría de países americanos adoptó la tradición.

Las uvas y el espumoso forman parte del grueso del dispositivo para despedir el año que sale y darle la bienvenida al que entra. Primero, las uvas, calculadamente, sin atragantarse. Inmediatamente, el brindis con cava o champán. Así es la fórmula tradicional. Se admiten innovaciones.

La tradición se empeña en hacernos supersticiosos. En Alemania, reciben el año con petardos y fuegos artificiales para ahuyentar a los malos espíritus. En Francia, se besan y abrazan bajo una rama de muérdago con el fin de que la fortuna sonría.

En Italia, durante la notte di Capodanno no pueden faltar las tradicionales lentejas con el zampone, un embutido típico de Módena. Las mujeres se visten con lencería roja, que también es sinónimo de buena suerte. El pescado en Polonia es un símbolo de prosperidad que trae buena suerte al que lo come en la noche de fin de año. El resto del tiempo, lo habitual es la carne de cerdo. La moneda que se esconde en el pan de albahaca y ajo indica la fortuna para el que la encuentra en Grecia. La rueda de la suerte impone en Estonia hacer de siete a nueve comidas en Año Nuevo. No terminarlas tampoco es sinónimo de mal augurio. Menos mal. En Dinamarca, una vez concluida la cena del fin de año, se rompe la vajilla para atraer la buena suerte. Naturalmente, aunque a los daneses no les suelen ir económicamente mal las cosas, nadie piensa en la mejor porcelana o loza. En Londres, tras las campanadas del Big Ben es costumbre darse la mano para cantar juntos Auld Lang Syne (Por los viejos tiempos), una vieja canción escocesa. En determinadas circunstancias darse un baño, saltándose la norma, en Trafalgar Square.

Fuera de Europa no es distinto. En México, barren la casa; en Colombia dan un portazo para alejar a los duendes malignos. En Brasil echan al mar barcos pequeños cargados con regalos y flores esperando que el agua se los lleve y traiga la buena suerte. Los japoneses celebran la entrada del año riendo porque creen que así serán afortunados. Bien pensado nuestras uvas no están tan mal. Comerlas es mucho más cómodo y civilizado que ponerse a fletar barcos, dar portazos, tirar petardos, o reírse sin motivos como un idiota.

Más práctico y menos cursi que aguardar la hora del bonne année bajo el muérdago. Ni que decir tiene, tirar la casa por la ventana, como sucede en Nápoles, o salir tiritando del agua en Londres. O acabar con un amago de espondilitis de codo por golpear con saña de poseso un bombo en un balcón de Lisboa mientras los primeros noventa se abren paso en la oscuridad.

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