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Marcos Ana, una vida española

El poeta comunista fallecido el pasado día 24, comparado con Mandela por los 23 años que pasó encarcelado, anticipó con su ejemplo la reconciliación nacional

Marcos Ana. // Efe

En el cuadro de los miembros de honor de la Universidad inglesa de Leeds figura sólo un nombre español. Es el del poeta comunista Marcos Ana, fallecido el pasado 24 de noviembre, en Madrid, a los 96 años. En esa lista egregia, está acompañado por los de otros dos campeones en las luchas inacabables por la democracia, la libertad y los derechos civiles. Son los de Martin Luther King, el pastor bautista asesinado el 4 de abril de 1968 por su combate contra la segregación racial, y el de Nelson Mandela, el primer presidente de raza negra de Sudáfrica y la persona que mejor supo desmontar el oprobioso régimen del "apartheid" desde un lúcido perdón.

Como España es un país en el que no resultan infrecuentes las condenas al ostracismo punitivo (podemos tardar siglos en recuperar la obra y el ejemplo de nuestros mejores compatriotas), conviene subrayar ese reconocimiento de los universitarios de Leeds ahora que Marcos Ana ha muerto sin que Pedro Almodóvar haya hecho aún la película de la vida del autor de "Decidme cómo es un árbol". El premiado director llegó a comprar los derechos de este libro que carece de la más mínima espuela de acritud. Un recordatorio desde la serenidad de espíritu, exento de afectación, que todo español debería leer para darse de bruces con lo que fue su patria antes de la muerte de Franco, en 1975. No hay historia compartida sin un relato coral de los hechos. La rememoración es la manera que tenemos los seres humanos de construirnos.

Lo del cuadro de honor de Leeds no era una de esas excentricidades inglesas tan de su gusto. Si Mandela -el "prisionero de Robben", como se le llamaba- llegó a pasar veintisiete años en las prisiones del "supremacismo" blanco, Marcos Ana fue el antifranquista que más tiempo penó en las cárceles de la dictadura: un total de veintitrés años. Pasó por las de Porlier, Ocaña y los gélidos calabozos de Burgos, donde escribió versos de una conmovedora y difícil sencillez: "Decidme cómo es un árbol./ Decidme el canto del río/ cuando se cubre de pájaros./ Habladme del mar, habladme/ del olor ancho del campo,/ de las estrellas, del aire". Son las palabras de alguien al que habían metido en una celda siendo apenas un chaval y veía, cumplidos los cuarenta, cómo sus recuerdos se disolvían con el monótono transcurrir de las horas, los días y los años entre rejas. Una carcoma gris. España aporta a la historia universal de la literatura carcelaria páginas notables: de Quevedo a Miguel Hernández.

Una vez le pregunté a Marcos Ana, en Gijón, coincidiendo con la celebración del Salón del Libro Iberoamericano del 2009, por esa comparación con Mandela. Era casi nonagenario, pero parecía mucho más joven (por los veintitrés años robados, bromeaba) y sus respuestas tenían la pátina de quien prefiere, sin desconocer su proyección icónica, mantener los pies sobre la tierra llana: "Se ha dicho muchas veces y para mí es un enorme orgullo, porque Mandela es un hombre al que respeto y admiro por su larga lucha. Es una anécdota que no tiene mayor trascendencia, salvo que ambos pasamos muchos años de prisión por nuestras ideas". Nada de sacar pecho, ni la más mínima ínfula.

Marcos Ana, que cumplidos los cuarenta años pedía que le dijeran cómo era un árbol, se llamaba en realidad Fernando Macarro Castillo. No es un buen nombre para un poeta. Tal vez por eso y como homenaje a sus progenitores eligió los de su padre y su madre. Y así firmó su primer libro, "Poemas desde la cárcel", que le editaron en Brasil en 1960 con la portada que Picasso quiso poner a esos versos: prisionero y paloma. La historia de cómo iban saliendo de los vigilados muros de Burgos los versos de Marcos Ana, que tiene también algo de un Nazim Hikmet español por cómo la palabra llega a burlar los cerrojos para convertirse en clamor sobre la injusticia, es otro ejemplo de las astucias de la razón. Los presos que tenían fecha de salida se aprendían de memoria un poema que, una vez en la calle, ponían por escrito y remitían a una estafeta acordada. Es posible que muchos de aquellos versos se reconstruyeran con alguna interpolación, por fallo de la memoria, de los insólitos mensajeros. Poesía, pues, de la complicidad solidaria. "El 'yo', aquí, es siempre un 'nosotros'", escribió Saramago en el prólogo de "Decidme cómo es un árbol". Para el premio Nobel portugués, este recuento de vida era también una "lección de humildad".

Nacido el 20 de enero de 1920 en Alconada (Salamanca), Marcos Ana tuvo sus orígenes en una familia de jornaleros de acendradas convicciones católicas. Conservaba nítida la imagen de la proclamación de la República, el 14 de abril de 1931. Aprendió a leer y escribir con los curas, en un colegio del que le quedó el eco de la "desproporción de los castigos" y donde debió fraguarse, como respuesta, una rebeldía que le llevaría a ingresar, con dieciséis años, en las Juventudes Socialistas Unificadas (de inspiración comunista). Él mismo lo ha contado. Combatió en la guerra civil derivada del golpe de estado de 1936: "Es siempre una tragedia nacional". Y fue de los que no pudo marchar al exilio. Denunciado, siguió la suerte de muchos de los republicanos perseguidos por la derrota: torturas y dos condenas a muerte por supuestos crímenes y profanaciones.

"Me hacían responsable de hechos cometidos en Alcalá de Henares por los que ya habían sido juzgados muchos compañeros y algunos de ellos fusilados. Era la práctica habitual de aquella época confusa, especialmente en los pueblos: imputar a los dirigentes más conocidos la responsabilidad de todo lo ocurrido en el lugar", afirma en sus memorias. La primera de las condenas fue anulada por defecto de forma. Enjuiciado de nuevo, la segunda fue confirmada en 1943, el año de la muerte de la madre del poeta, y conmutada un año más tarde por sesenta años de prisión. Estaría encarcelado hasta el 17 de noviembre de 1961. Su caso, en el que se implicaron activamente Pablo Neruda y Rafael Alberti, fue uno de los primeros que siguió el grupo que poco después crearía Amnistía Internacional. Fue el único preso político excarcelado tras un decreto de Franco por el que se perdonaba el resto de la pena a quienes habían cumplido veinte años de prisión. El dictador había rechazado antes una oferta de Fidel Castro, formulada a instancias del PCE, para canjear a cuatro sacerdotes prisioneros en Cuba por el propio Marcos Ana, además del también comunista Simón Sánchez Montero, el socialista Antonio Amat y Julio Cerón, entonces líder del Frente de Liberación Popular (FLP, coloquialmente el FELIPE).

"¡Qué lento transcurre el tiempo cuando se le vigila", ha dicho Marcos Ana. Y ha contado que fue en una celda de castigo donde empezó a escribir unos versos ("creación temblorosa") que serían su camino hacia la comunicación con el exterior, la explicación de su penar por cárceles en las que los comunistas estaban obligados a "sostener la moral". Su poesía, vertida generalmente en octosílabos asonantados o en endecasílabos, se convirtió así en "una vía para mover el corazón del mundo". Escribía, en sus mejores composiciones, desde un lirismo contenido: "Mi vida,/ os la puedo contar en dos palabras:/ Un patio./ Y un trocito de cielo/ por donde a veces pasan/ una nube perdida/ y algún pájaro huyendo de sus alas". Marcos Ana no es un poeta mayor. Él lo sabía, pero su creación tiene el peso justo y satisfactorio de aquello que sale honradamente de la experiencia propia. Con algunos de esos materiales se podría hacer una antología bastante digna, alejada de los tonos panfletarios de los que abusaron muchos autores antifranquistas: "A veces, cuando subo/ a mi ventana, palpo/ con mis ojos la vida/ de la luz que voy soñando".

La obra insoslayable de Marcos Ana es, no obstante, la digna y tenaz resistencia que opuso a la ciega férula con la que la dictadura continuó, en tiempos de paz, el exterminio físico e ideológico de sus adversarios. Y, en ese sentido, el volumen de "Decidme cómo es un árbol", donde se suman la prosa de la dignidad y la poesía de la nostalgia de la libertad, constituye un relato moral de extraordinaria contundencia sobre la elegancia de carácter y la renuncia al odio: "La venganza no es un ideal político ni un fin revolucionario". Se ha insistido poco en la generosidad y la capacidad de anticipación que el PCE mostró en 1956, con las cárceles repletas de comunistas, al propugnar la reconciliación nacional. Aquella política que se hizo posible dos décadas después, en la Transición.

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