Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

hablando en serie

La venganza se sirve mejor caliente

"Revenge", ejemplo de cómo una serie se derrumba cuando la estiran

Actores de la serie en una imagen promocional.

La ficción en la pantalla más pequeña tiene algo en común con la política: exige medir los tiempos con la mayor exactitud posible para no quedarse cortos ni pasarse de la raya. Y series que hubieran quedado perfectas, o casi, con una duración bien ajustada, se pueden precipitar al pozo si los mandamases las estiran demasiado. Pasó con Lost, por ejemplo, a la que acabaron sobrando capítulos por todas partes. O con Cómo conocí a vuestra madre, ejemplo máximo de cómo triturar una buena idea acumulando temporadas cada vez más deficientes hasta llegar el despropósito final. La misma peste invadió a Revenge, esa adaptación de El conde de Montecristo al avispero de las clases altas norteamericanas con venganzas terroríficas y malvados de manual. La primera temporada fue ejemplar en el manejo de los inflamables ingredientes que debe poseer cualquier culebrón elegante que se no se desprecie: un episodio piloto notable (dirigido por el experimentado cineasta australiano Philip Noyce) con el arranque de un asesinato en la playa memorable, y luego una sucesión de intrigantes capítulos en los que una estupenda Emily VanCamp se iba vengando uno por uno de los que traicionaron a su padre... iba a decir muerto, pero es que la serie se guadaba un grotesco as en la manga con ese asunto. El caso es que aquella historia en la que una magnífica Madeleine Stowe hacía las veces de bruja malvada tenía gancho y las enrevesadas tácticas de la protagonista para hacer caer a sus enemigos, llegando incluso a irse a la cama con un rico heredero para consumar su némesis particular, aseguraron unas cuantas horas de diversión con guiones decentes, un reparto sólido y formas honestas de mantener la tensión sin excederse en las trampas al espectador. Pero hubo una segunda temporada. Y una tercera. Y una cuarta. Y la estupenda miniserie de diez o doce episodios empezó a acumular escombros, por no hablar directamente de basura. Como el punto de origen argumental dejó pronto de tener sentido, los guionistas perdieron la cabeza y se metieron en un fregado de mil pares de narices del que no salieron indemnes ni los mejores actores, sometidos a la tortura de pronunciar diálogos delirantes en situaciones cada vez más absurdas. Ante el creciente desinterés de las audiencias, que se largaron espantadas ante la debacle, los irresponsables del disparate protagonizaron una huida hacia delante con un capítulo final que pasó a la historia de los mayores esperpentos de la televisión, con tiroteo, trasplante y sueño final que parecía una tomadura de pelo de quien ya no respeta su trabajo y, en consecuencia, no respeta a los espectadores. Imaginemos que una serie reciente como Show me a hero, la notable (aunque no sobresaliente) serie de David Simon con un inconmensurable Oscar Isaac, durase más de seis capítulos. Que se hubiera alargado más de lo que necesitaba la historia. No sería lo mismo. Amenaza que acecha a House of cards: que le prolonguen la vida artificialmente hasta que pierda su razón de existir.

Compartir el artículo

stats