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el mundo entre 1993 y 1995

Javier Rioyo: "Como decimos en Portugal, menos mal que nos queda Galicia"

El periodista y director es un asiduo de O Morrazo, a donde acude desde hace más de 20 años

Javier Rioyo en un barco

Habíamos llegado a las tierras de O Morrazo para estar con José Luis Barros, el añorado doctor Barros, y poder hablar de Buñuel, Cela o Gades. De sus amigos poetas, de las meigas de Cangas, de sus pasiones flamencas, de los toros en Pontevedra, la última plaza que construyó un antepasado de su familia Malvar. Bajamos hasta el mercado de Bueu y con una razonable carga de mejillones y mariscos de esas rías, volvimos a su refugio entre piedras, eucaliptos, castaños y robles. Su amiga María se encargó de cocer aquellos deliciosos habitantes de las rías que fueron comidos sobre una mesa de piedra y en compañía de unas botellas de Ribeiro. Llegó la noche, siguieron vinos y charlas. Recordamos aquellos viajes por las cocinas, chimeneas y tabernas gallegas que hacían Cunqueiro y Castroviejo. Aquél desvío del camino, aquellos días y noches por dónde el mundo se llama O Morrazo, serían una señal de nuestro destino de tantos veranos.

Pocos años después de la mano de otro gallego, Miguel Muñiz, decidimos pasar allí unas vacaciones. Nuestra primera residencia fue en el lugar de Cela. Humilde casa de piedra que había sido el cobijo de una familia marinera y que nos había dejado en "herencia" veraniega otro enamorado de aquellos lugares, Javier Solana. En el pequeño jardín, bajo la parra, transcurrieron muchas tardes mirando esconderse el sol tras la isla de Ons. Los días de lluvia tenían el encanto de permitirnos oír la naturaleza bajo nuestro cobertizo. El mismo que nos convocaba en las cenas, en los desayunos. Las comidas se hacían cada día en una taberna, en la del cercano Igresario dónde se sigue sirviendo el vino de Cela, el rosado y fresco Temperán y el pulpo que viene de Ons. Naturalmente bajábamos a los restaurantes populares de Bueu, con preferencia por La Estrella o escaparnos al querido chiringuito de Lapamán- antes de que llegara Tintín- bajo la parra y con merluza.

El rito de un gin tonic al ponerse el sol, mientras las gaviotas toman la playa, en el querido y modesto chiringuito de Amelia, con los pies en esa arena de playa que parece caribeña nos acercaba al dulce placer de no hacer nada. Muy pronto nos sentimos atrapados por aquellas rías, aquellos lugares, aquellos vinos y aquellas comidas que venían de los huertos, de la mar o de los prados gallegos. Tuvimos que cambiar de casa, de ría, sin alejarnos del Morrazo, sin alejarnos mucho del puerto de Beluso, de la casa abierta de los Valcárcel/ Manzano Monís Caruncho, que convirtieron una antigua fábrica de salazón en el mejor lugar de encuentros en el plácido Beluso. Muy cerca de dónde se despidió por muchos años de su Galicia, Maruja Mallo. Corría el mes de Julio del año 36, vio la muerte de cerca y se alejó del horror. Se alejó también de las obligatorias paradas y fonda en La Centoleira. Más de cien años de placer para los sentidos y que sigue siendo nuestro particular "Harry's Bar"- como una vez lo definió el pintor Eduardo Arroyo- pero con mejor comida y mejor precio.

De las tierras y mares de Bueu, en la Ría de Pontevedra, pasamos a la pequeña ría de Aldán. Nuestro particular paraíso en la península de Morrazo. Caminar por la ensenada de Aldán, desde el pazo de los Canalejas hasta el chiringuito de Diego detrás de la lonja, lugar obligatorio de nuestros ritos culinarios y siempre echando de menos la antigua ubicación cuándo las olas batían mientras comíamos las xoubas, los mejillones y las navajas.

Nuestra primera residencia en Aldán fue la casa de Marisa y Juan, el más cosmopolita hotel rural de la zona que también fue casa de salazón. No podemos evitar la nostalgia de los tiempos de la industria conservera de las fábricas de Cangas o de Bueu, ejemplar arquitectura industrial que nunca conocimos en industriosa actividad. La nostalgia también incluye muchas vidas, lugares y tiempos que no conocimos. Nostalgia de aquellos tiempos en que las hechiceras, las meigas, hacían su rituales en el arenal de Coiro a las doce de la noche de San Juan, San Pedro y la Asunción, tiempos misteriosos, tiempo en que la Santa Compaña te podía salir en el camino. Tiempos de magias y supersticiones, tiempos pasados en los que Inquisición de Santiago rompió el paganismo a golpes de hogueras. Nostalgia de los vinos de Cela, de Darbo o Temperán bebidos mientras nos entreteníamos con una centolla, con algunos percebes en compañía de los mejores paseantes de esas tierras, de Cunqueiro y Castroviejo que de sus tardes plácidas hicieron el delicioso libro que viaja por las chimeneas y cocinas gallegas. Nostalgia también de la casa de otro Castroviejo, Santiago, biólogo, culto, divertido e hijo de José María. Siempre le recordaremos en compañía de su loro en la playa de Menduiña. Rito veraniego de charla con el dicharachero pistáfano que insultaba con mucha gracia y mantenía conversaciones secretas con Mister PESC, Javier Solana, que gustaba de aquella compañía y sobre todo de la comida en el chiringuito vecino, con almejas vivas y pescado cocinado, sin olvidarnos de los queridos ribeiros que algunas veces nos llegaban de la generosidad de Javier Alén.

Años felices con Celia, mitad gallega, con la familia, con los amigos. Vagando, divagando y navegando por aquellas rías. Una parte de Europa estaba en guerra, algunos montes ardían y nosotros, como escépticos "nerones" galleguizados, asistíamos a esta lenta y renovada decadencia de occidente en los finales del siglo pasado aunque siguiéramos disfrutando de placeres tan cercanos. Cómo cada verano nos prometimos que el próximo año iríamos en peregrinación allí dónde la tierra termina y la mar comienza. A ese Finis Terrae al que seguimos queriendo ir de vivos y sin cruzarnos con la Santa Compaña.

Menos mal que nos queda Galicia, como decimos en Portugal.

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