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Más que acción, frenesí

Greengrass y Damon recuperan el brío de la saga con brillantez y un brutal clímax

Matt Damon, a toda máquina.

Yo no sé a qué esperan los productores de James Bond para poner encima de la mesa de Paul Greengrass un cheque en blanco y decirle: aquí tienes, chaval, coge a 007 y ponlo al día. Si encima aciertan con el sustituto de Daniel Craig (me vale Tom Hiddleston, aunque preferiría a Michael Fassbender) ya tienen asegurada la lozanía de su franquicia durante unos cuantos años. Y es que el amigo Greengrass (lo llamo amigo porque me hace pasar muy buenos ratos con sus películas, y eso es impagable en los tiempos que corren) es el amo del cine de acción actual. Fiel a su estilo espasmódico con cámara danzarina y platos de duración rácana, Greengrass consigue un prodigio que muchos intentan y poquísimos consiguen: que las escenas más absurdas resulten creíbles y supuren un tono casi de documental que te mete en el fregao desde el primer hasta el último segundo.

¿Que es imposible que en una persecución por calles atestadas de manifestantes no haya un solo atropello? Claro. ¿Que no es lógico que un coche de alta gama se lleve mamporrazos hasta en el carné de conducir sin que salte un maldito airbag? Claro. Pero ¿quién se para a perder el tiempo con esas menudencias (calderilla si lo comparamos con los delirios bondianos y similares) cuando lo que sucede en la pantalla te impide pestañear? Si a las mañas del director sumamos un Matt Damon que (como le ocurre a su colega Ben Affleck) ya no resulta tan blandito como cuando se echaba crema para el acné, la presencia rugosa de Tommy Lee Jones (menos mal que no se ha sometido a la humillación rejuvenecedora del bisturí, aunque para meter mano a ese rostro surcado de arrugas haría falta más bien una motosierra) y la incorporación de Alicia Vikander (nuestra actriz favorita entre las jóvenes promesas, ¿verdad?) intentando hacerse la dura a pesar de su frágil aspecto, más la irrupción del careto francamente virulento de Vincent Cassel como asesino sin piedad, solo cabe congratularse de la vuelta de Bourne a la buena senda tras el tropiezo considerable de la entrega anterior con Jeremy Renner patinando de lo lindo.

La fórmula es sencilla. Simple, si me apuras: hay que meter dos secuencias espectaculares al principio y al final. Y alguna impactante aunque menos tremebunda por el medio, más alguna pelea a puñetazo sucio y algún tiroteo seco. Se busca una trama poco complicada (las pesquisas de Bourne entran en fase terminal, hay gente muy malvada en los servicios secretos que intentan mantener ocultos sus tejemanejes para que no se mueva ni una hormiga sin saberlo), se mezclan bien los ingredientes con una banda sonora que no se calla ni debajo del agua y se pone a Damon a entrenar para que resulte creíble en su nueva y aparatosa ocupación como luchador en peleas salvajes (¿no había mejores formas de ganarse la vida para un tipo tan listo y letal?). Luego se encarga a un equipo de segunda unidad que ruede planos aéreos de Londres, Islandia o Berlín y todo listo para la mezcla. Del resto se ocupa Greengrass y su montador: encender la batidora visual en una Atenas de mentira o convertir Las Vegas en una chatarrería en uno de los desenlaces más adrenalíticos del cine de acción desde que John McTiernan puso a Bruce Willis descalzo sobre cristales rotos.

Ojala vaya bien en taquilla. El tándem Damon-Vikander promete chispas de las buenas.

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