Michael Herr dejó de existir la pasada semana. También había dejado de escribir los últimos años de su vida después de convertirse en devoto del budismo. Claro que no siempre fue así, hubo un tiempo en que no sólo aspiraba a la grandeza literaria. Quería, además, ser el autor del mejor libro bélico de la historia, como testigo en primera fila de lo que sucedía, viendo pasar cadáveres por delante de sus narices en medio de espantosos y atronadores granizados de metralla.

No era un periodista corriente sujeto a los datos de última hora y las odiosas entregas, pretendía rastrear las corrientes ocultas, los ángulos subterráneos de las historias que iba contando para "Esquire", la publicación que lo hizo embajador plenipotenciario en Vietnam durante una de las guerras más absurdas y atroces del siglo XX. Como él mismo escribió, el periodismo convencional no podía mostrar la naturaleza de la guerra del mismo modo que las armas convencionales tampoco eran capaces de ganarla. Todo lo que podían hacer los periódicos y las publicaciones semanales con su relato ahormado era dedicarse a observar el suceso más trascendental de la década en Estados Unidos y convertirlo en un pudín de noticias; echar mano de los datos obvios e irrefutables para reconstruirlos de forma ineficaz y misteriosa ante los americanos que estaban empezando a cansarse de leer siempre lo mismo. Él utilizó otros métodos para narrar desde el punto de vista del superviviente, en medio de un fuego cruzado, la nueva secuencia que se abría tras la ofensiva del Tet, con casi dos millares de soldados del Viet Cong tomando posiciones en Saigón. Había una disonancia cognitiva de despacho de agencia con oficina en la capital vietnamita que le horrorizaba. "Hay dos Vietnams, el que me tiene hasta el culo y está aquí mismo, y el que perciben en Estados Unidos esas personas que nunca han estado aquí. Son mutuamente excluyentes", escribió.

Herr quería escribir de la guerra para entender el horror. Nadie reflejó como él la histeria de los soldados, su forma de expresarse alucinada. Pegaba la oreja para escuchar lo que le contaban aquellos desgraciados, y también tenía tiempo para teorizar sobre el desastre. Vietnam era de los escritores. Una especie de virus se había inoculado en la piel de algunos corresponsales dispuestos a jugarse el pellejo. En la primera gran guerra rockera, Tim Page, Sean Flynn y Rick Merron, tres jóvenes fotógrafos, entraban y salían del frente de combate galopando sobre sus potentes motos Honda. El segundo de ellos, hijo de Errol Flynn, desapareció en la selva de Camboya en 1970; en compañía del periodista de la CBS Dana Stone. Después serían presumiblemente asesinados por guerrilleros del Jemer Rojo. Algunos compañeros suyos, como es el caso de Page, los buscaron infructuosamente tras la caída del régimen de Pol Pot a principios de la década de los noventa. La madre de Flynn, la actriz Lili Damita, gastó enormes cantidades de dinero en expediciones para dar con su hijo.

Todos ellos formaban parte de aquel grupo de corresponsales que tenían como una especie de himno la canción de los Mothers of Invention, "Trouble everyday", en las largas veladas nocturnas de Saigón que tan bien relata Michael Herr en "Dispatches". Cuando se despidieron en el aeropuerto de Tan Son Nhut, Flynn le dijo a Herr: "Ahora no vayas a mearlo todo en cócteles y fiestas". Y Tim Page le regaló una bolita de opio para que se la comiera en el viaje de vuelta y soñara pirado por Wake, Honolulú, San Francisco hasta llegar a Nueva York.

Herr, el periodista que describió para la revista "Esquire" los sorbos infernales del Apocalipsis durante la feroz ofensiva del Tet, en 1968, tenía 29 años cuando regresó a Estados Unidos como un Rip van Winkle cualquiera, convencido de que la guerra sólo tenía un medio de quitarte el dolor rápidamente. Se cansó de repetir: "Vietnam fue lo que tuvimos en vez de una infancia feliz". Tras una larga depresión, colaboró con Stanley Kubrick en el guión de "La chaqueta metálica". En su estremecedora crónica para la revista "Esquire" dejó claro que odiar la guerra no significa odiar a aquellos atrapados en ella. El elogio fue casi unánime para este texto abrasador, un retrato definitivo sobre la experiencia americana en Vietnam. John Le Carré lo describió como el mejor libro que había leído sobre los hombres y la guerra de nuestro tiempo.