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El orco del triunfo

Entretenida aunque poco emocionante adaptación del juego, saturada de efectos digitales

Una de las batallas de la película.

Dicen que David Bowie vio antes de morir la película de su hijo Duncan Jones. Pulgar hacia arriba. Warcraft: El origen le gustó. Dicen. Se comprende: amor de padre y amor por la fantasía. Como actor, Bowie siempre mostró cierta inclinación hacia el cine donde lo fantástico tuviera más peso que la realidad. Lo heredó Jones, que había llamado la atención con una miniatura exquisita titulada Moon (una especie de Marte pero con pliegues tenebrosos), y que se pasó luego a la ciencia ficción de presupuesto holgado y más comercial con Código fuente, variante de Atrapado en el tiempo en clave de thriller futurista (Tom Cruise haría a su vez otra variante en Al filo del mañana) que, a pesar de sus desequilibrios y simplezas, volvía a certificar las buenas artes de su director para tejer imágenes poderosas.

No era, pues, una mala opción para tratar de conseguir que una nueva adaptación de un videojuego a la pantalla no se convirtiera en otro producto sin alma e insensato. Un videojuego, además, tan mítico como Warcraft, cuyos admiradores se cuentan por millones en todos los continentes, incluido el propio director. Cuatro años de trabajo después, Jones ha facturado un espectáculo bastante sensato pero sin alma, que, por desgracia, se deja contaminar demasiado por la ceñuda solemnidad de este tipo de historias épico-mitológicas y renuncia a los muchos elementos de humor que hay en el videojuego con los que el apartado lúdico se dispara de manera adictiva. Jones sólo se crece cuando opta por la aventura pura y dura entre enemigos condenados a entenderse y la historia se quita las capas más ampulosas para hacerse directa y casi naíf cual James Cameron en Avatar, título con el que Warcraft tiene más puntos en común de lo que parece, y no sólo por usar aves como monturas.

El resultado es una adaptación discreta del videojuego que luce a medias sus 160 millones de presupuesto (destacan más las escenas de mayor calado mágico que la simple acumulación de combatientes), y que dejará medio satisfechos a los aficionados con sus respetuosas recreaciones de escenarios míticos y el desfile de situaciones y personajes familiares. El público imparcial se topará con un pasable entretenimiento de irregular reparto (Travis Fimmel está tan mal como en Vikingos) al que cabría reprochar la saturación de efectos digitales demasiado evidentes y reiterativos, la poca empatía que se forma con personajes que la piden a gritos y algunos jaleos de guión por intentar meter demasiadas cosas de los juegos, lo que deriva en algunas partes en una confusión que invoca al tedio peligrosamente. Lo peor de todo es que la sensación final, aunque el pasatiempo saque un cinco con cinco y el talento de Duncan Jones brille ocasionalmente, es de decepción porque aprovecha pocas de las inmensas posibilidades que tiene un videojuego que en sus mejores momentos puede presumir de ser una obra de arte.

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