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"¿Saben aquel que diu...?"

La fórmula de "Ocho apellidos vascos" se repite con parecidos aciertos y errores pero sin el factor sorpresa

El reparto, al completo, en una escena de la película. // FdV

Ocho apellidos vascos cayó en gracia. ¿Por qué? A mucha gente le pareció simpático un Dani Rovira aún sin sobreexplotar, Karra Elejalde brillaba con luz propia y el guion se atrevía a hacer chistes más o menos afortunados con asuntos que hasta no hace tanto tiempo eran tabú: la violencia en el País Vasco. El público se quedaba con media docena de golpes hilarantes y olvidaba que la mayor parte del metraje, sobre todo al final, era comedia romántica del montón. Ahora llega la secuela (¿demasiado pronto? ¿con demasiadas prisas?) y está recibiendo unos palos desmesurados cuando ambos títulos comparten virtudes y defectos a partes casi iguales. Bueno, con un punto a favor de la farsa catalana: aquí Martínez Lázaro se ha esmerado más, la puesta en escena tiene mejores ideas y, en algunos momentos, una elegancia en la composición visual que en la anterior brillaba por su ausencia. El mayor problema de Ocho apellidos catalanes, que repite la mecánica de algunos chistes sin rubor y pisa en exceso el acelerador de la trama romanticona hasta resultar empalagosa, es que no es lo mismo el conflicto vasco que el catalán. De hecho, la verdadera farsa se desarrolla desde hace días en el Parlament con escenas de puro vodevil entre Mas, Junqueras, Baños y demás actores. Pero en el lío del proceso independentista falta, por preocupante que sea, ese toque trágico y terrorífico que sí había en el conflicto vasco. El humor de la primera entrega tenía, pues, un toque punzante, negro, incómodo incluso. ¿Subversivo? Nooooo, no nos pasemos. Pero su atrevimiento le daba un barniz especial, insólito. Sorprendente. Ahora, las gracias sobre Cataluña son tan inocentes como inofensivas. Tontorronas en los peores casos. Así que ese elemento provocador se ha perdido, lo que se echa de menos especialmente al final con la irrupción de una Guardia Civil cañí pero poco cañera en esa población falsamente independiente con unos extras más bien improbables, cuando se opta por una solución facilona en lugar de invocar el desmadre de un Berlanga, un Alex de la Iglesia o el Santiago Segura de los dos primeros torrentes. Y es que, como ya sucedía en la variante vasca, llega un momento en que la película abandona el terreno de la comedia (con momentos tan conseguidos como Elejalde a la chepa de Rovira para no pisar Madrid, jajaja) y se desentiende de todo lo que no sea llevar el convoy romántico a buen puerto, aunque sea a costa de convertir la secuencia clave de la boda en un trotacalles más bien torpe.

Parte el guión de dos errores iniciales importantes: ¿alguien se puede creer que una mujer como la que encarna Clara Lago (lo borda como borde, ¿verdad?) puede estar a punto de casarse con un tipo como el que interpreta Berto Romero (que tiene un acento catalán casi inexistente por razones desconocidas), un personaje pedantuelo y más bien insufrible? ¿No pudieron esforzarse más los guionistas para buscar una excusa mejor para que Rovira se plantara en Cataluña a recuperar a su hosca vasca?

En fin, tampoco nos pasemos pidiendo peras al olmo. Ocho apellidos catalanes busca descaradamente la pela y tal como está el negocio del cine español sería absurdo reprocharselo, y tan injusto como compararla con la primera parte para ponerla a caldo como si aquella fuera la octava maravilla o ponerla en el mismo saco que las cutreces de Ozores. En esta singladura catalana hay la suficiente diversión para que el público que disfrutó con la vasca se lo vuelva a pasar bien, pero la gallina de los huevos de oro se ha quedado clueca. Que no lo intenten con los apellidos gallegos como aparece insinuarse con un personaje: dejemos que ese epílogo con Elejalde en pleno chimichurri o (churrimirri) eche el saleroso cierre a un fenómeno social.

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