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¡Qué bello es reír!

Álex de la Iglesia firma una comedia de arquetipos groseros y humor frenético

Raphael, en una secuencia de la película.

Las ficciones cinematográficas son, en esencia, desórdenes organizados que dependen en su construcción de muchísimos factores (producción, dirección, interpretación?) y cuyo resultado intenta parecerse a una pastilla, de mayor o menor calidad, para soportar la vida diaria. De la misma manera que los medicamentos, las ficciones también tienen contraindicaciones, que vienen indicadas en ese prospecto del siglo XVII que se titula "El Quijote". En definitiva, mediante recursos fílmicos desordenan la narrativa de la realidad para hacerla más asequible con el objetivo de que nos olvidemos de ella durante un rato.

En el epílogo de "Hannah y sus hermanas", Woody Allen aprende el sentido de la vida a través de los hermanos Marx, que le (de)muestran vías de escape mediante humores, bailes y músicas. Pero para fabricar sus pastillas de ficciones a veces los cineastas necesitan romper el relato y, sin perder la armonía, de pronto, llueven ranas sobre los personajes, como en "Magnolia" de Paul Thomas Anderson; o James Stewart desea no haber nacido y comprueba las consecuencias en "Qué bello es vivir" de Frank Capra; o Juliette Binoche y William Shimell se tornan otra pareja en "Copia certificada" de Abbas Kiarostami.

El nuevo artefacto de Álex De La Iglesia, "Mi gran noche", es, en el fondo, una feliz reivindicación (y réplica) de este proceso. Comedia coral en la que se graba un especial de Nochevieja (ficción resultante), donde unos trabajadores (realidad) protestan contra unos creadores que se enredan en su papel de operarios encargados de devolvernos la vida como debería ser y, a un tiempo, en ser protagonistas de la su propia existencia.

Ahí, entre lo que debería ser y lo que es, nuestro drama de diario, suele encontrarse el humor. Esta certeza la conocen muy bien De La Iglesia y su coguionista, Jorge Guerricaecheverría, y se entregan de lleno al gag al ritmo de la música espídico-cacharrera de su especial.

Sin más excesos que los que pide su metraje, la sucesión de cámaras que atraviesan violencias y divertimentos, enamoramientos y odios, conforma una comedia clásica de la que Blake Edwards, como maestro-puente entre el "screwball" de los treinta y el gamberrismo de los ochenta, estaría orgulloso. Aparte de la labor del director, el género pide una tropa de actores que sepan transpirar risas. Casas y su Pozzi de réplica; Darth Vader o Raphael y Areces; Silva y Bang; Pepón Nieto y Blanca Cuesta más Terele Pávez;... estaría bien dibujar en una gran pizarra cuántos matices de interpretar comedia se encuentran ahí. ¿Se necesitan personajes bien perfilados? No. De eso trata este tipo de humor, carajo: de arquetipos groseros que no se rompan, de cerámica bien resistente a cualquier mano de fontanero, a cualquier espectador tocapelotas.

Ah, y no se nos olvide la pastilla final contra la vida diaria de "Mi gran noche". Raphael canta "Escándalo" y todo se ordena. Cada uno se lleva lo que se merece, justo al contrario de lo que pasa en la realidad. Con esta maravillosa comedia, al igual que con todas las maravillosas comedias, el malo recibe lo que es del malo, el bueno, lo que es del bueno, y, mientras, nosotros olvidamos lo que ocurre, de verdad, aquí fuera.

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