Basil al-Asd hace pompas de jabón sin parar. Está sentado sobre una alfombra junto a sus padres y su hermana mayor. Todos acaban de cenar gulash, pero el pequeño, de 5 años, parece no sentir la necesidad de reposar después de tomar el contundente estofado de carne. Cada vez que consigue una burbuja, se levanta, corre hasta los baños públicos y vuelve. La alfombra no está en el salón, sino en la estación ferroviaria Keleti, en Budapest. La madre del crío, Rasha, no ha cocinado el plato. Se lo han dado los voluntarios de Migrants Help Association (Asociación de Ayuda a los Inmigrantes), que reparten alimentos, ropa y cariño entre las personas que huyen de la ¬guerra y el radicalismo islámico.

Basil y su familia llevan cuatro días en el suelo esperando a que salga el tren de sus sueños; el que les llevará a Alemania y les dará una nueva vida lejos de Siria. "Estamos muy contentos y queremos dar las gracias por todo esto", explica en inglés el padre, Ahmad al-Asd, mientras señala a su alrededor. La solidaridad y la alegría reinan en la estación desde el viernes, cuando el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, levantó la prohibición de no dejar partir desde allí los trenes internacionales. Ya sin veto, los inmigrantes montan en los vagones siguiendo las indicaciones de voluntarios y policías, aunque con cierto reparo y miedo a acabar en un campo de acogida húngaro. De Budapest irán a las ciudades de Györ y Hegyeshalom, fronterizas con Austria, y de allí los que quieran (que son la mayoría) partirán a Viena para finalmente llegar a Alemania.

Los voluntarios que están en la estación Keleti se preparan para recibir hoy a una nueva oleada de inmigrantes. "Puede que vengan más de 3.000 en un solo día", dice Berkes Gabriela, una psicóloga húngara que atiende a todo el que lo necesita. "El ánimo de los refugiados ha cambiado radicalmente desde que saben que nadie les impide coger el tren, ahora sonríen continuamente", comenta Gabriela, que tan pronto escucha las narraciones "de película" de los inmigrantes como se pone a distribuir montones de zapatos, abrigos o peluches donados por la ciudadanía. A pocos metros, las españolas Marta González, de Granada, y Mónica Orduña, de Valencia, sacan cereales, zumos, jabón y mantas de un carro. "Lo hemos comprado con el dinero que nos han enviado nuestras familias y amigos, que no dejan de preguntar por lo que está pasando aquí y quieren ayudar", cuentan estas estudiantes de Turismo que hacen prácticas en un hotel de la ciudad.

La solidaridad se amontona, literalmente, sobre el vestíbulo de salidas y llegadas de Keleti. Los refugiados se acercan en silencio a alguna de las pilas de ropa o calzado, cogen lo que necesitan y dan las gracias en inglés o, simplemente, con la mirada. Los balones vuelan por la explanada central de la estación durante los partidos de fútbol entre sirios, afganos, húngaros y turistas. Los más pequeños juegan con muñecas y coches a pilas. "Mis hijos vuelven a ser niños aquí", reflexiona en voz alta el padre de Basil, que con una licenciatura universitaria le gustaría trabajar en Alemania "de lo que sea".

Lo mismo le pasa a Akram Said, a punto de coger el tren con el que lleva soñando años. "Quiero formarme, aprender alemán y que mis hijos vayan allí al colegio sin miedo". Said viaja con su mujer, sus dos hijos, su hermana y dos sobrinos. Forman una piña que ha tenido que tomar decisiones difíciles desde que salió de Damasco. Entre ellas, elegir con cuidado el medio de transporte. "Ahorramos lo que pudimos para hacer este viaje, así que cerca de la frontera con Serbia cogimos un taxi que nos cobró 200 euros por persona para venir a Budapest. Nos parecía lo más seguro", explica este ingeniero sirio que habla un perfecto inglés.

Unos carteles pegados en las columnas de la estación advierten del peligro de viajar escondidos en camiones: "No montes aunque te inviten a hacerlo", rezan los papeles, que también sirven de diccionario básico árabe-alemán e inglés-alemán para los refugiados: "Aquí están las palabras básicas que te ayudarán al llegar a Alemania".