Ellas sí que harían las delicias de los paparazzi actuales, que cada vez lo tienen más difícil para pillar en un renuncio a las princesas europeas. Todo lo más que alcanzan hoy en día es a inmortalizar a alguna tomando el sol en bikini (lejanas en el tiempo quedan ya las fotos, las únicas, de la Princesa de Asturias, Letizia Ortiz, sentada con aquel dos piezas de La Perla en una plataforma del yate Fortuna junto a la Reina) o de compras (la princesa Letizia, de nuevo, comprando leotardos para sus niñas en el Carrefour).

Anda que no disfrutarían los paparazzi con figuras como la imprevisible Cristina de Suecia (1626-1689), conocida por su ambigüedad sexual; Eugenia de Montijo (1826-1920), la odiada española, tachada de frívola extranjera en la Corte francesa de Napoleón III; o la inestable Isabel de Austria-Hungría (1837-1898), denostada por la nobleza por su variable carácter y su tendencia a huir de la Corte. Y no menos perseguidas por las cámaras serían Victoria de Inglaterra (1819-1901), una viuda joven cargada de hijos a los que casó con media realeza europea; su nieta, la despreocupada y supersticiosa zarina Alejandra de Rusia (1872-1918), siempre detrás del monje Rasputín; o la gastiza María Antonieta (1755-1793), entregada a los placeres de la vida sin preocuparse por el hambre y la miseria de su pueblo.

Todas ellas, las seis, son las Reinas malditas de Cristina Morató (Plaza y Janés, 2014). La periodista ha buceado en su correspondencia y diarios personales para retratar a seis mujeres que, en palabras de la escritora, comparten una vida y destinos trágicos. Lo cierto es que en sus biografías hay infinidad de asuntos con los que, de haberlas en su día, las revistas del corazón habrían llenado páginas y páginas de reportajes.

Isabel de Austria

Puso tierra de por medio y huyó de una corte en la que se le criticaba todo, pese a tener a su lado al emperador Francisco José completamente enamorado..

Las escapadas y viajes en solitario de la princesa Letizia que tantas suspicacias levantan se quedan en nada comparados con la deriva de la emperatriz Isabel en su día. Hastiada de la Corte vienesa, de no poder ejercer su autoridad entre tanta pompa y boato, de ser criticada por su origen "poco noble" (procedía de una rama secundaria de la Casa Wittelsbach, de Baviera) y de ni siquiera poder criar y educar a sus hijos, Sissi optó por escapar, viajar, dejando a su marido, el enamoradísimo Francisco José, en casa. Madeira, Corfú, Irlanda o España fueron algunos de los destinos elegidos por la bella emperatriz para huir de una vida que ella nunca eligió. Con 17 años acabó casada con el emperador de Austria, quien la quería mucho. Pero no así su suegra y a su vez tía, la archiduquesa Sofía, quien no sólo acompañó a la pareja en su luna de miel, sino que eligió los muebles de sus estancias, la ropa y las joyas que debía lucir la joven emperatriz, arrebató a ésta a sus tres primeros hijos para educarlos a su antojo y mangoneó en los asuntos de Estado gracias a la gran influencia sobre su hijo, a quien nunca se le pasó por la cabeza que a la esposa todo el tejemaneje de su madre le pudiera sentar mal.

Así las cosas, más espabilada y tras unos años de matrimonio, Sissi puso sus condiciones a Francisco José, que vinieron a ser las siguientes: yo de vez en cuando me dejo caer por la Corte, te acompaño en los asuntos que más requieran mi presencia (el pueblo la adoraba y no perdía detalle de joyas, peinado y ropa) y tú me dejas vivir mi vida, lejos de Viena. Hasta tal punto llegó la situación que Sissi le buscó a su marido una "sustituta" de sí misma: la actriz Catalina Schratt, quien se sentaba incluso a comer a la mesa con la familia imperial, dando muestras todos ellos de una mente avanzada y abierta que hoy en día costaría digerir en alguna Corte europea. ¿La maldición de Sissi? Vivir una vida para la que no estaba preparada y que nunca pudo, ni quiso, encajar.

Más comparaciones. Como un jarro de agua fría sentó en España que el Príncipe estuviera decidido allá por 2003 a convertir en su esposa y, por tanto, en futura reina a una noruega, Eva Sannum. Bien por ser extranjera o por ser modelo, la cosa quedó en nada, porque sus detractores hicieron desistir a un joven Felipe. Pero no se pudo hacer lo mismo con el impulsivo y ya entrado en años Luis Napoleón. El emperador Napoleón III conoció a la española Eugenia de Montijo en un baile en la Corte, le gustó y cortejó con ella. Sin estar del todo convencido de querer hacerla su esposa, lo tuvo claro el día en que ésta le fue con el cuento de que era criticada por exhibirse con él y que muchos no la querían en la Corte. Al emperador le sentó como un jarro de agua fría que se metieran en sus asuntos, no se lo pensó dos veces y anunció el compromiso. Ambiciosa, libertina, entrometida y poco noble fueron algunas de las críticas que acompañaron hasta la sepultura a "la española", "la extranjera", como la llamaban de forma despectiva.

Lo cierto es que Eugenia de Montijo se puso el mundo por montera y, al menos de puertas afuera, poco parecieron importarle estas críticas. El peluquero Félix se encargó de su cabellera, lo que le permitió patentar el "peinado a la emperatriz"; Pierre Guerlain creó un perfume en exclusiva para ella, la Eau de Cologne Impériale; Prosper Merimée, Stendhal o la escritora George Sand fueron algunos de sus amigos? Del creador de "Carmen" es la frase: "Eugenia ha dejado de existir, sólo queda la emperatriz". Una sentencia que da idea de su entrega a una Francia que siempre la rechazó.

Es más, cuando su marido perdió en 1870 la guerra contra Prusia, Eugenia de Montijo se escandalizó por la humillante rendición de Napoleón III, al que una y otra vez animó a mantener la cabeza alta. Ella tuvo que huir de Francia. Establecida en Inglaterra, se reunió con su esposo, pero éste murió en 1873, y luego se fueron su madre y su hijo. Sola en la vida, hasta Inglaterra (donde se hizo gran amiga de la reina Victoria) le siguió la maldición de defender un país, Francia, que nunca la consideró una de los suyos.

Difícil imaginar hoy en día que una heredera como, por ejemplo, Victoria de Suecia, anunciara a sus súbditos que ella de matrimonio nada de nada. Los suecos no se han visto en esta tesitura ahora, pues la heredera de la corona está felizmente casada desde 2010 y ha asegurado la sucesión al trono con la princesa Estelle. Pero sí que pasaron por esto cuatro siglos atrás, cuando la reina Cristina informó un día al Parlamento de que había tomado la decisión de no contraer matrimonio. Un anuncio que sirvió para alimentar aún más las habladurías que circulaban por toda Europa sobre su orientación sexual. Historias que la acompañaron ya desde su mismo nacimiento, pues tan peluda era de bebé que las asistentes en el parto pensaron que era un niño y así informaron a su padre, el rey Gustavo II Adolfo.

Cristina de Suecia

Los suecos se quedaron con la boca abierta cuando se negó a casarse y se convirtió al catolicismo; abdicó y dejó el país con las arcas bastante maltrechas.

Luego, al descubrir el error, por temor a la ira del monarca por no tener un heredero varón, le ocultaron durante un tiempo su sexo. Con todo, el rey no le dio importancia y educó a su hija como si fuera un niño, tanto que ésta decía sentirse más bien un hombre. Vestía, hablaba y se comportaba como tal. Para bien, recibió una educación muy completa que por entonces tan sólo estaba al alcance de los varones. Con 7 años, Cristina ya era capaz de asistir a audiencias y montó a caballo como el mejor jinete.

Pretendientes no le faltaron (Juan de Portugal, Felipe IV de España, Christian de Dinamarca), pero ella prefirió ir a su aire. Y tragó con los cotilleos y los amantes, de uno y otro sexo, que se le adjudicaron, como la joven Ebba Sparre, la judía Raquel, el español Antonio Pimentel de Prado o, incluso, el cardenal Azzolino en Roma, a quien nombró heredero universal. Los suecos aceptaron sin grandes aspavientos la ambigua vida íntima de su monarca, pero no transigieron con que ésta decidiera abandonar el protestantismo y abrazase la fe católica. Por decisión propia abdicó, dejó el trono a su primo y se refugió en Roma, donde murió no sin antes intentar invadir Nápoles, acariciar de nuevo -sin éxito- la idea de volver a reinar en Suecia y poner la Corte francesa patas arriba. Su maldición: no encontrar su sitio, ni en la alcoba, ni en palacio.

Quien sí lo encontró fue Victoria de Kent, Victoria I de Inglaterra, quizás una de las reina que más trascendencia ha tenido durante y después de su reinado. Con 42 años se quedó viuda de su amado Alberto. Con nueve hijos y todo un imperio por el que velar (en 1876 Disraeli le otorgó el título de emperatriz de la India), la reina se convirtió en la viuda de una Europa que decidió convertir en un altar donde casar a su prole. Pero que nadie se lleve a engaño: pese a su imagen de madre y abuela amantísima (tuvo 42 nietos y 32 bisnietos) y monarca ejemplar, Victoria renegaba de esta faceta. Con Alberto murió todo, ni sus hijos ni Gran Bretaña la llenaban, dejó escrito.

Victoria I de Inglaterra

Siguió adelante pese a renegar de su papel público y de su amplia familia tras quedarse viuda con 42 años. Alberto lo era todo para ella.

Durante un tiempo pasó de todo. Fue una época en la que se llegó a pensar que había perdido la razón como su abuelo, el rey loco Jorge III. Refugiada en Osborne (Isla de Wight) y Balmoral (Escocia), tanto se obsesionó con un sirviente de las Highlands, John Brown, que llegaron a circular chismes sobre una supuesta relación de alcoba. Sea cierto o no, algunas de sus manías recuerdan a las de la española Juana la Loca: la inglesa mantuvo durante años la orden de que echaran agua en la palangana donde cada mañana se lavaba el difunto Alberto, cuyo batín rojo colocaba en su lado de la cama, en la que se tapaba con su abrigo.

Su maldición fue verse presa de un papel, un personaje que ella, en su fuero interno, nunca quiso desempeñar, aunque al final lo asumió con gran maestría. Nunca se quitó el luto, se convirtió en una abuela estricta y puritana, a la que, por ejemplo, escandalizaba la forma de vida de una Sissi que fumaba en público y que conoció en una escapada de ésta a la caza del zorro a Inglaterra. También cuidó de la triste Eugenia de Montijo, haciendo suya la desesperación de la emperatriz cuando se quedó viuda y perdió a su hijo.

Victoria murió en 1901, lo que afortunadamente le impidió ver la ejecución de su nieta, Alix de Hesse, la zarina Alejandra de Rusia, junto a su amado esposo Nicolás y sus cinco hijos a manos de los bolcheviques en 1918. Quizás la inteligente Victoria pudo sospechar en algún momento el destino trágico hacia el que se dirigía su nieta, el mismo que poco más de un siglo antes había tenido otra "reina maldita", María Antonieta de Francia.

¿Qué no dicen los periódicos y revistas hoy en día si las princesas europeas miran para otro lado, ajenas a la crisis, y llevan un tren de vida de lujo y derroche? El famoso y tan criticado viaje de caza a Botswana del Rey Juan Carlos I, por el que llegó a pedir perdón en la televisión, es "peccata minuta" en comparación con las fiestas que María Antonieta se montaba en Versalles y en el Trianon, o los numerosos palacios y yates de los que disfrutaban Alejandra y su esposo.

Ambas reinas han pasado a la historia como caprichosas, insensatas, derrochadoras... Y algo supersticiosas, a tenor de la relación de Alejandra con el monje Rasputín, al que atribuía poderes capaces de salvar a su hijo, el heredero Alexis, de una muerte más que segura a causa de la hemofilia. A la zarina se la criticó también por su gran influencia en el zar, que enamorado hasta la médula seguía sus consejos al pie de la letra en los asuntos de Estado. Unos consejos que visto después el trágico destino de toda la familia no iban muy allá.

María Antonieta de Francia

La extravagancia de montar en el Trianon una granja con animales fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de los franceses, que la llevaron a la guillotina.

María Antonieta prefirió mantenerse al margen de la aburrida cuestión de gobernar. A ella le gustó más la moda, creó un estilo propio, marcó toda una época y, cuando tuvo unos años más -no hay que olvidar que la casaron con el inexperto Luis XVI a los 14 años- se echó un amante, el sueco Fersen, con el que disfrutó de lo lindo en su Trianon. Una vida que haría correr hoy en día ríos y ríos de tinta en la prensa del corazón.

Tanto Alejandra como María Antonieta fueron ejecutadas por su pueblo, harto de su alto nivel de vida ajeno a las penurias de la calle. Dos reinas también malditas por, al fin y al cabo, haber hecho tan sólo lo que les habían enseñado, disfrutar de los privilegios de la monarquía absoluta, sin saber que día a día tenían que ganarse la confianza de sus súbditos.