La primera vez que estuve en Georgia, viajé con una mano. Desplegué el mapa sobre la cama, y con el dedo índice recorrí el macizo horizonte de las montañas del Gran Cáucaso, descendí a la llanura de la Cólquida, dibujé el perfil desdentado del Mar Muerto, ascendí a las cumbres del Cáucaso Menor y tras asomarme a las cerradas playas del Mar Caspio, me detuve en una aldea minúscula llamada Dmanisi. Después volví a esa aldea en persona, y tuve que regresar año tras año, porque siempre olvidaba allí una parte del corazón. Hace ya diez años que en otro mapa, el de mi cerebro, Georgia ocupa una circunvolución central. Para un investigador vocacional es muy difícil separar la esfera personal de la profesional, porque trabaja con la misma víscera con la que se enamora. Con Georgia tuve un flechazo en ambos campos, que aún dura. Desde el año 2003, y gracias a un proyecto de colaboración entre España y Georgia auspiciado por la Fundación Duques de Soria, tuve la oportunidad de embarcarme en mi propia investigación personal sobre el misterio de Dmanisi. Comenzaba así un periodo fascinante no sólo en mi vida personal, sino también en mi trayectoria científica, cambiando para siempre la forma en que desde entonces habría de leer los mapas. Aquel pequeño país de impronta universal en nuestra historia ocupaba literalmente el centro del mapa; le dieras las vueltas que le dieras, Georgia no cambiaba su posición, un lugar que desde aquella vez primera, sigo recorriendo como en braile sobre el mapa, pero ahora lo recorro con el dedo corazón.

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