"No lo mato, no lo mato". Los aficionados situados en barrera oyeron perfectamente al diestro Antonio Ferrera aquel 10 de febrero de 2003 cuando defendía con vehemencia el indulto de su rival, de nombre "Fígaro". El bravo toro, herrado con el número 189, seguía todavía más que entero, atento y dispuesto a embestir tras el castigo de los picadores y el torero insistía en que merecía el mayor reconocimiento.

Hermoso, de pelo berrendo en colorado y lucero, "Fígaro" había salido el cuarto a la plaza y en minutos se hizo con el favor del público que, en pie, apoyó incondicionalmente al torero en su petición de indulto a la presidencia.

Ésta se hizo rogar, hasta el punto que llegó un momento en que parte de la plaza estaba en pie, coreando la solicitud de Ferrera, mientras otros aficionados la discutían, una división de opiniones habitual en los indultos.

Para entonces el torero (premiado con dos orejas y un rabo 19 años después de que lo consiguiera el maestro Chenel Antoñete) había sabido administrar la impresionante fuerza del animal.

El indulto no fue suficiente, como tampoco los cuidados veterinarios que le procuraron los técnicos de la ganadería Alcurrucén, en cuyo seno había nacido "Fígaro" en febrero de 1999.

Tras ser devuelto a los corrales y sufrir varios días de agonía, el bravo astado murió en la cuadra a consecuencia de los puyazos de la lidia.

Su nobleza no lo llevó, como se esperaba, a una tranquila vida de semental, como si sucedería seis años después con el segundo toro indultado en Pontevedra, el más afortunado "Turco", a petición de El Fandi. Con todo, murió como el gladiador que era, luchando y sin rendirse: solo por vivir merece la pena morir.